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Se preguntaba “dónde debe situarse la izquierda en un contexto progresista”

Raúl Roa, el marxismo y la democracia (II, final)

Raúl Roa, el marxismo y la democracia (II, final)
03 de abril de 2014 - 00:00 - Julio César Guanche, especial para El Telégrafo

No son muy numerosos los autores que han reivindicado en Cuba a Raúl Roa (1907-1982) como marxista en el período previo a 1959.

Generalmente, los ungidos con ese término son los que militaron en las filas del primer Partido Comunista de Cuba, como Julio Antonio Mella y Rubén Martínez Villena, o, después, como Juan Marinello o Carlos Rafael Rodríguez.

Sin embargo, esa identificación entre marxistas y militantes de ese partido ignora la presencia de una izquierda marxista no partidaria que cuenta con Raúl Roa, pero también con Pablo de la Torriente Brau, Gabriel Barceló Gomila, Leonardo Fernández Sánchez y Aureliano Sánchez Arango entre sus integrantes.

El saber de Roa provenía de una lectura abierta de la historia de las doctrinas sociales. La regimentación de las fuentes del marxismo soviético —que calificaba a todo lo que estuviese fuera de sus márgenes como ‘filosofías burguesas’— es contraria al tipo de erudición y, sobre todo, de enfoque ante la cultura que representa Roa.

Si bien éste admiraba el magisterio de José Ingenieros, ‘hombre excelso’, y celebraba la profundidad de su análisis sobre el imperialismo en Nuestra América, y veía en Benedetto Croce “un filósofo de la libertad (que) por ella padeció y pugnó con el coraje de Sócrates y el denuedo de Spinoza”, también celebraba el papel que desempeñaron los anarquistas en defensa de la República Española.

En Roa aparece la complejidad de la formación histórica de una sociedad colonial. En defensa del principio de la autodeterminación nacional, asocia la nacionalización del Canal de Suez, realizada por Gamal Abdel Nasser, con las nacionalizaciones del Gobierno mexicano de Lázaro Cárdenas.

El principio de la autodeterminación resulta así la “garantía misma de la integridad y desarrollo de los pueblos débiles”.

Roa denunciaba las posiciones tanto de las potencias occidentales como de la Unión Soviética en torno a la causa egipcia.

Con todo, está lejos de considerar a la ‘estructura económica’ como la fuente de todos los problemas y de todas las soluciones.

El autor de Quince años después argumenta sobre las necesidades políticas —en estricto sentido— de un país sometido a tal estatus: “La libertad de expresión es un imperativo biológico para las naciones subdesarrolladas o dependientes, compelidas a defender su ser y propulsar su devenir mediante el análisis crítico y la denuncia pública del origen y procedencia de sus males, vicios y deficiencias”.

Roa comprendió las características de la creación del capitalismo cubano y vislumbró así que el nacionalismo revolucionario —de vocación socialista y antimperialista— era la ideología de una revolución para el siglo XX en la isla.

A ello se debe también su reivindicación de José Martí y, en general, del pensamiento llamado ‘liberal revolucionario’ cubano del siglo XIX. La forma en que incorporó el marxismo a ese saber contrariaba las lecturas propias del dogma: leer la historia cubana a través del marxismo, sin pensar que había sido la doctrina marxista la que prohijó la historia cubana.

La derrota de la Revolución del 30 fue la derrota del radicalismo político en Cuba. Allí, el nacionalismo reformista hegemonizó el mapa ideológico de la década de 1940.

En ese contexto, el marxismo de Roa expresa una pregunta agónica: ¿Dónde debe situarse la izquierda en un contexto progresista?, o ¿‘qué hacer’ al presentarse como única opción viable o ‘racional’ la elección del ‘mal menor’?

Roa entendía que la actitud de la izquierda debía partir de una exégesis ideológica: no responde esa pregunta en el contexto de una coyuntura, sino en el contexto de una ideología. El problema radica en elaborar una práctica política que no esté dominada por el fanatismo de la ‘toma del poder’ en cualquier circunstancia —como era el caso de la alianza de 1938 entre los comunistas cubanos con Fulgencio Batista—, sino basada en la preocupación por la cultura revolucionaria a través de la cual se ha de ejercer poder político.

El mapa ideológico del 40 en Cuba fue hegemonizado por
el nacionalismo reformista.

Ejercer poder desde
el Estado solo tiene sentido si se conserva la identidad de la Revolución.
Las actitudes políticas de Roa tienen este denominador común: ejercer poder político desde el Estado solo tiene sentido si se conserva la identidad del movimiento revolucionario. No servirá alcanzar el poder político si en el camino yace tendido el cuerpo del proyecto: “Lo que no se puede es estar con Batista. Lo que no se debe es pactar con el enemigo, ni con las fuerzas que antes lo apoyaron e intentan, por trasmano, imponerlo de nuevo. Eso no se puede ni se debe hacer, aunque esa alianza entrañara la conquista misma del poder por vía electoral”, afirmaba Roa.

Ese programa no puede confundirse a secas con una crítica ‘democrática’ porque no se enfoca solo en las condiciones de ejercicio del poder político como en la intelección de su origen, de la raíz de su legitimidad, lo que la sitúa en el campo de la crítica socialista.

En ella, el concepto del origen popular del poder político es el reverso simétrico de la fuente de los totalitarismos.

La crítica contra la dominación, bien sea autoritaria o carismática, se hace en nombre de una política ejercida desde el canon de la soberanía del ciudadano.

Roa impugna la política del hombre de excepción desde el paradigma de una praxis política socialista: los problemas del país no necesitan de mesías sino de ciudadanos, la política revolucionaria se hace para el pueblo, pero no se hace a través de adalides erigidos en su nombre, sino a través de la entera politización de la ciudadanía, pues las políticas hechas aún para el pueblo pero sin el pueblo sustraen a las clases revolucionarias de poder conferir el alcance, la extensión, la profundidad, a la Revolución.

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