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Muestra reproduce el horror nazi de Auschwitz
Si alguien desea conocer el rostro del horror no tiene más que desempolvar la historia del campo de concentración de Auschwitz. Allí se consumó el genocidio más inimaginable e ilimitado organizado por el ser humano. En el espacio de 5 años, entre 1940 y 1945, los nazis asesinaron a más de un millón de personas, pulverizando cualquier patrón de referencia destructiva en la historia de la humanidad. Fue la aniquilación pura y sistemática del hombre por el hombre en medio del pavor general.
Exactamente 73 años después de que el Ejército soviético pusiera fin a aquella infamia, Madrid acoge la primera gran exposición del exterminio étnico practicado por los nazis jamás realizada fuera del perímetro del campo. Son más de 600 piezas y decenas de testimonios de supervivientes que sumergen al visitante en unas tinieblas difíciles de olvidar.
Auschwitz. No hace mucho. No muy lejos se exhibe en el Centro Arte Canal de la capital de España hasta el próximo 17 de junio gracias al esfuerzo coordinado de la compañía Musealia y el Museo estatal de Auschwitz-Birkenau, la gran sala de los horrores levantada al término de la II Guerra Mundial.
“Es una forma de llegar a esas personas que no se pueden permitir hacer un largo viaje para visitar el lugar en un momento en el que, además, está resurgiendo el antisemitismo, la xenofobia y el neonazismo en Europa”, dijo Piotr Cywinski, director del museo, en la inauguración.
En esta fotografía de Pawel Sawicki se observa la puerta de la muerte y rampa de selección en Auschwitz II, Birkenau, que se exhibe en la muestra. Foto: Musealia
Auschwitz fue un inmenso campo de concentración organizado por Hitler sobre un prado en los alrededores de la localidad polaca de Oswiecim, cerca de Cracovia. Allí recluyeron y eliminaron a millones de personas en aras de una supremacía racial tan bien organizada y despiadada que no encuentra parangón en la historia.
Judíos, gitanos, rusos, polacos, ricos y pobres, homosexuales, liberales y comunistas, intelectuales y discapacitados, niños y ancianos, hombres y mujeres fueron víctimas de la brutal simplificación de la vida diseñada por los nazis. Todos recluidos en dos enormes recintos de 190 hectáreas, que los comisarios de la exposición madrileña reducen a 2.500 metros cuadrados que se recorren en tres horas y media.
Primero Auschwitz I y luego Auschwitz II-Birkenau, la prolongación del campamento originario donde instalaron las herramientas criminales de la solución final, las cámaras de gas y los hornos crematorios que redujeron a cenizas a miles de personas. Llegados a este punto, y tras escuchar los estremecedores testimonios de los Sonderkommando, los prisioneros que limpiaban los crematorios, la sensación que produce en el observador es de un colosal abatimiento.
En la misma puerta de la exposición hay un cartel con una leyenda de significado categórico: ‘Aquellos que no recuerdan el pasado están condenados a repetirlo’, como si invitara a los visitantes a despojarse de cualquier dosis recóndita de prejuicios antes de entrar. Dentro, una lata de Zyklon B, una máscara de gas, un barracón de ladrillos rojos, una mesa de operaciones, la maleta con las iniciales de un inocente, el carrito oxidado de un bebé, un zapato huérfano que se exhibe como una señal silenciosa, la que dejaron los muertos de Auschwitz en su forzosa carrera hacia el más allá. Como las decenas de fotografías de prisioneros que los nazis convirtieron en carne de cañón y los testimonios de los supervivientes, con sus voces entrecortadas y los ojos arrasados por las lágrimas. Una muchedumbre destrozada. A su lado el lujurioso escritorio donde el comandante del campo, Rudolf Höss, firmaba sus diabólicas órdenes en nombre del führer. El último escenario es el de la liberación. Cuatro jinetes del Ejército soviético llegaron el 27 de enero de 1945 al borde de la alambrada este de Birkelau y se quedaron atónitos ante el amasijo de cadáveres, cuerpos amontonados en posturas inverosímiles y montañas de despojos humanos que coronaban un archipiélago de sangre de imposible comprensión.
Allí, frente a ellos, estaba el escritor Primo Levi, al que habían obligado a apilar a un compañero muerto, parado e impasible ante la valla electrificada que rodeaba el campo. Sus palabras sobre aquel encuentro dan cuenta del impacto sobrecogedor: “(Los soviéticos) No nos saludaron, ni sonreían; parecían oprimidos, más aún que por la compasión, por una timidez confusa que les sellaba la boca y les clavaba la mirada sobre aquel espectáculo funesto”. Después de aquello, al propio Levi solo le quedó el tormento de haber sobrevivido, según dijo en varias ocasiones. Hasta que se quitó la vida en 1987. (I)
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