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La idiosincracia de la región reposa en Cien años de soledad

Macondo, la genealogía de América Latina

Gabriel García Márquez y su esposa Mercedes Barcha. El día en que Raúl Pérez los conoció en La Habana, Cuba, Gabo le dijo a Mercedes: “Te has vestido como una muñeca de pan”. Foto: notasomargonzalez.blogspot.com
Gabriel García Márquez y su esposa Mercedes Barcha. El día en que Raúl Pérez los conoció en La Habana, Cuba, Gabo le dijo a Mercedes: “Te has vestido como una muñeca de pan”. Foto: notasomargonzalez.blogspot.com
23 de abril de 2014 - 00:00 - Raúl Pérez Torres, especial para El Telégrafo

El día que conocí al Gabo, era noche clara en La Habana. Cuando entramos al salón, la reunión ya estaba muy animada y los anfitriones distribuían mojitos y daiquirís a diestra y siniestra. Pequeños grupos diseminados charlaban y gesticulaban aquí y allá.

Distinguí entre ellos a Ernesto Cardenal con su rostro de santo, a Juan Gelman con su tristeza a cuestas, a Armando Hart que hablaba y reía en voz alta, a Claribel Alegría, diminuta y brillante; a Antonio Cisneros, el gran poeta peruano con su permanente sonrisa en los labios; y en el centro de ellos a un hombre de cabello corto, lleno de canas, cejas abultadas y labios gruesos, era Gabriel García Márquez.

Yo, con mi alegría y perplejidad de escritor incipiente, quise inmediatamente participarle a mi mujer este hallazgo, pero ella se había soltado ya de mi mano y acercándose al grupo como hipnotizada, estampaba un beso en aquel rostro caribeño y abierto, de lunares gruesos, que apenas tenía en esta fecha cincuenta y dos años de soledad.

Llevaba un terno azul liviano y una camisa beige, parecía transformado y como perplejo ante una fama que había ascendido entre las sábanas de Remedios, la Bella, y su porte sereno y tranquilo no tenía nada que ver con el de aquel cabezón de camisas chillonas y floreadas que vivía entre prostitutas y escaperos en el último piso de El Rascacielos, un oscuro hotelucho de Barranquilla, y menos aún del anémico colombiano de camisa rayada que vivía en el Barrio Latino, en la rue-Cujas y que dormía por conmiseración de su dueño en un destartalado cuarto del Hotel de Flandre, esperando, como el Coronel de su personaje, un cheque del diario El Espectador que nunca llegaría. (IR AL ESPECIAL MULTIMEDIA: UNA VIDA DE LETRAS Y REALISMO)

La última carta del periódico al Gabo desnutrido fue un telegrama: “Vete a Roma por si el Papa se muere de hipo”, luego el diario sería clausurado por el régimen militar de Rojas Pinilla y el cabezón se quedaría a dormir en los parques de París, soñando siempre en el rostro egipcio y vaporoso del ‘Cocodrilo sagrado’, sobrenombre que en secreto había puesto el escritor a Mercedes Barcha, su novia de siempre, quien ahora también, en esta noche, lo acompañaba, aseverando con su presencia aquello de que, tarde o temprano, la vigilia tendrá su recompensa.

“Siempre quise ir a Ecuador. Quiero pararme en la mitad del mundo con las piernas abiertas”.

La última carta del periódico a Gabo fue un telegrama: “Vete a Roma por si el Papa se muere de hipo”.
Solamente sus botas de un amarillo escandaloso me traían la imagen de un García Márquez que en la década del 70 se disputaban todos los periódicos y las revistas de América Latina. Me puse a pensar entonces en la cara de idiota que hubiera puesto el crítico español de la editorial Lozada, Guillermo de Torre, quien cuando recibió los originales de la novela La hojarasca le escribió una misiva en la que le decía que “no estaba dotado para escribir y que haría mejor en dedicarse a otra cosa”, y me puse a pensar también en cuántas cuartillas tiradas, cuántas horas robadas al sueño, cuántos golpes dados en su vieja máquina de corresponsal, habían sido necesarios para barrer y destruir esa carta, y pensé también en los ojos de pena que debió haber puesto el mecánico parisino que quiso arreglar ese artefacto destartalado, quien, descorazonado a pesar de todos sus esfuerzos, solamente pudo decir: “Elle est fatiguée, monsieur”.

Había nacido con hondos presagios el día de la primera huelga importante en la zona bananera, el mismo año de la fundación del Partido Socialista Revolucionario. Sobresaltado desde su cuna con los disparos y la violencia de la burguesía colombiana, su obra está llena de muertos e iluminados que acometen empresas descabelladas y que entre el sueño y la vigilia se repiten, encandilados por el recuerdo, ‘eran tres mil los muertos, eran tres mil’.

Y en ese momento estaba allí, departiendo serenamente, encantando a los que le escuchaban, con esa capacidad de anécdota, de exageración, que en él no era una alteración de la realidad, sino una realidad concreta: su realidad.

Recordaba entonces aquella historia cuando viajaba con Vargas Llosa de Mérida a Caracas, García Márquez había contado diciendo que el peruano, aterrado por los movimientos del avión, conjuraba la tormenta recitando a gritos poemas de Darío y que en un momento le tomó de las solapas al Gabo diciéndole: “Ahora que vamos a morir, sinceramente, ¿qué piensas de Zona sagrada?” (la novela que acababa de publicar Carlos Fuentes), o aquella vez en que un editor español le ofreció una quinta en Palma de Mallorca y mantenerle económicamente el tiempo que quisiera a cambio del manuscrito de su última novela, lo que aprovechó el futuro premio Nobel para decirle serenamente que se había equivocado de barrio, porque él “no era una prostituta”.

Viéndole entonces yo pensaba que hay de todo en ese mundo, unos encantan serpientes, otros encantan mujeres. García Márquez es encantador de palabras, silba o canta y las palabras van saliendo del sombrero y apelotonándose en la grafía de la soledad, entonces la transfiguración es precisa, se la palpa, se la toca de cerca. En algún momento su esposa se acercó con un vestido largo, lleno de flores, y su caminar parsimonioso, al llegar a la mesa, el Gabo le dijo: “Te has vestido como una muñeca de pan”, desde ese momento yo no pude verla de otra manera y hasta sentía en el ambiente el olor grato y profundo de la levadura. La fuerza de su palabra tiene color y olor, es como esas esculturas africanas que dan una serie de sensaciones al mismo tiempo.

“Siempre quise ir a Ecuador”, me dijo, “pero también siempre algo me lo impidió. Quiero pararme en la mitad del mundo con las piernas abiertas. Quizá todavía no es tiempo” (Simbólicamente tenía razón.).

Antes, nadie sabía lo que significaba la palabra Macondo, unos decían que era una planta que curaba las heridas, otros decían que era un árbol que no servía pa’ un carajo. Ahora sabemos que es el árbol genealógico de nuestra América.

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