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Entrevista / Paola de la Vega / Gestora Cultural e investigadora

"La política pública debe contener todas las formas de hacer cine"

"La política pública debe contener todas las formas de hacer cine"
Álvaro Pérez / El Telégrafo
28 de abril de 2016 - 00:00 - Redacción Cultura

Una radiografía del cine ecuatoriano está propuesta en Gestión Cinematográfica en Ecuador: 1977-2006, la investigación que contiene los procesos, prácticas y rupturas del arte que, pese a su historia, no ha sido analizado a cabalidad, según la autora, Paola de la Vega Velastegui.

¿Cómo se hacían películas sin un Fondo de Fomento Cinematográfico (FFC)? ¿Cómo se financiaban y organizaban antes de que se aprobara la Ley de Cine y se creara el Consejo Nacional de Cinematografía (CNCine)?

Cuando nace Asocine, en 1977, los realizadores tratan de crear una institucionalidad para el cine, algo que soporte, desde el Estado, una política de fomento. Y a partir de entonces se descuidaron otras ideas. Tenían propuestas interesantes, como financiar un fondo con la actividad del propio cine, con los impuestos que generan los espectáculos públicos y que recogen los municipios. Así no habrían dependido del presupuesto central del Estado, solamente. Pero eso nunca se logró, los municipios saltaron en contra y no se aprobó esa iniciativa. Tampoco se aprobó el gravar a la publicidad televisiva. A esa lucha por conseguir esa institucionalidad le siguieron otros esfuerzos, como la autogestión.

Propuestas que tuvieron efectos incluso a escala internacional...

Las organizaciones gremiales idearon algunas estrategias, tejieron redes internacionales y buscaron fondos de cooperación, especialmente con Rusia y Alemania, que en ese momento querían hacer filmes en Ecuador y necesitaban una contraparte local.

Ahí se desarrollaron algunas películas que dejaban unos sueldos inmensos, a diferencia de otras producciones autogestionadas. Y hoy habría que pensar en esa suerte de colectividad, algo que quizá se ha perdido, pensar en lo común, un fondo común de lo restante. Con ese recurso, Asocine compró equipos e hizo salas de proyecciones. Pensaban en cierta infraestructura, en construcciones que posibilitaban la producción en beneficio de la colectividad. Ahora no veo a alguien diciendo que parte de su sueldo se vaya a un fondo asociativo para la producción, hay un cambio de mirada. Sigue existiendo la colaboración, sí, y redes solidarias, porque los cineastas no viven del cine, sino del documental institucional o la publicidad, pero muchas cosas se hacen por etapas de asignación de parte del FFC.

Otro camino ha sido la coproducción, pero hay mucho trabajo no remunerado; hay intercambios, préstamos y otras cuestiones colaborativas que se han tenido que mantener por el simple deseo de hacer cine. Uno de los retos, ahora que se ha postergado la entrega del FFC, es ir ideando estas estrategias organizativas, haciendo memoria. Porque parece que después de 1999, cuando se estrenó Ratas, ratones y rateros (Sebastián Cordero), hubo un cambio en el imaginario de lo que significa hacer cine en el país. Se miró hacia el festival, la producción industrial quizá, o una que al menos quiere colocarse en circuitos más globales.

Allí se empieza a hablar de cine nacional, una categoría que influirá en los espectadores...

Todo el tiempo se produce una suerte de borramiento, un fenómeno del que me di cuenta haciendo archivo en la Cinemateca Ulises Estrella: cuando fue el boom del cortometraje en los 80, con un beneficio fiscal incluido (exoneración de impuestos), los periódicos titulaban que nacía o surgía el cine ecuatoriano. Se habló de La Tigra (Camilo Luzuriaga, 1990) como “la primera película ecuatoriana”, al igual que Entre Marx y una mujer desnuda (Luzuriaga, 1996). Los ecuatorianos olvidan tan rápido que pueden hacer eso, así lo demuestra el falso documental Un secreto en la caja (Javier Izquierdo, 2015), y esa costumbre se enseña incluso en las escuelas de cine. Pero hay un giro: de un cine que pensaba más la identidad, la soberanía audiovisual (contar historias propias), en los 80 o 90 —en que cineastas se forman en San Antonio de los Baños, Cuba o Rusia— se pasa a un enfoque determinado, vinculado al realismo social de los 30 y a la ficción, que mantiene las reflexiones identitarias, sí, pero con otro tipo de narración.

¿Cuánto pesó en la producción fílmica el que se haya deseado que los filmes representen al país?

Hay una búsqueda de eso todo el tiempo. Varias investigaciones vinculaban a los realizadores de los 80 con un pensamiento de izquierda (que reivindicaba derechos de pueblos indígenas, pensaba en una identidad nacional o hacer hablar al otro), pero Pocho Álvarez me decía que entonces —y a diferencia de él— la mayoría eran empresarios, como Jaime Cuesta, que tenían productoras, vivían de eso y también hacían documentales para el Estado.

Sin ser de izquierda, los cineastas pensaban en una suerte de soberanía visual frente a lo que llegaba desde Estados Unidos y quizás de ahí viene esa tendencia de contar historias propias, aunque para Ratas... el componente de la identidad sigue presente, luego en Qué tan lejos (Tania Hermida, 2006) y en otras producciones.

En cuanto al debate sobre si el cine local debía cumplir una función social, ¿qué efecto causó eso en los espectadores?

La propia categoría de cine ecuatoriano es cuestionable, pueden hallarse rasgos comunes en ciertas tendencias de algunos períodos, pero hablar de que eso debería ser determinante es complicado. Ha habido rupturas, una negación permanente. Superar el realismo social del 30, por ejemplo, era un parricidio y una vuelta a empezar de nuevo.

Sin embargo, hay una raíz. No puedes pensar que siendo Ecuador y Paraguay los únicos países que pasaron al siglo XX sin Ley de Cine, estos vayan a tener el desarrollo industrial, por decirlo así, de otros países latinoamericanos. Cada contexto genera unas condiciones, incluso en el sistema de circulación. Allí fueron empresas familiares las que eran propietarias de salas y las independientes eran muy pocas. Hay poca reflexión sobre lo que se ha hecho aquí y pensar en hacer una ruptura con cierta lógica es distinto a distanciarse sin razones de la imagen de país que se buscaba.

¿Qué debe tener en general una política pública sobre cine?

Debe haber independencia y representación de los gremios de la producción cinematográfica, para que la toma de decisiones parta de las demandas del propio sector. El hecho de que solo haya voceros le da otro giro a esa política.

Es fundamental ya no centrarse solo en el fomento. Se han producido muchas películas y hubo un descuido de las otras partes de la cadena de producción cinematográfica (las salas, los circuitos, la coproducción). Y hay que pensar en las distintas miradas de producir cine en el país, una política cultural tiene que contenerlas en su heterogeneidad. Si bien hay un imaginario de la alfombra roja, en estudiantes y jóvenes, también hay una raíz de la producción documental y el cine comunitario o el cine como herramienta de transformación, cambio; y eso tiene otras líneas de distribución distintas a la lógica industrial de Hollywood e, incluso, del cine independiente. No te digo que te quedes en localismos, pero no entender las especificidades de nuestro cine nos imposibilitará posicionarnos en lo global. (I)

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