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La poesía: entre la calidad y la cantidad

La poesía: entre la calidad y la cantidad
07 de noviembre de 2011 - 00:00

En nuestro país hay esquemas que parecerían inamovibles. Uno de ellos es la idea de que todo escritor debe comenzar escribiendo poesía (como si fuera lo más fácil), pasar luego al cuento (el criterio, al parecer, es que la narración, “aunque sea corta”, propone un grado mayor de dificultad) y, finalmente, culminar su carrera escribiendo “una” novela (o “su”, novela, si se prefiere) lo que, como señala Fernando Tinajero en la suya, se convierte en una “obsesión insuperable” (p. 25 de la segunda edición de El Desencuentro).

Esta es la razón por la cual en el Ecuador hubo, normalmente, una especie de sobreproducción de poetas, por un lado, y por el otro, se estuviera siempre esperando la novela de fulano, porque todo el mundo estaba al tanto –en el minimundillo literario– de quién se encontraba escribiendo “su novela”.

Por el lado de la poesía, como hemos señalado, el resultado es al revés: hay y sigue habiendo una superabundancia de poetas, la mayoría malos y, excepcionalmente, unos pocos buenos: Alfredo Gangotena, Jorge Carrera Andrade, César Dávila Andrade, Jorge Enrique Adoum, por ejemplo.

Da miedo hablar de poesía actual o joven, o diferente. Todo, en una u otra forma se vuelve ofensivo en el país, y la verdad es lo más grave. Terencio decía que “hoy día complacer gana amigos y decir las verdades enemigos”. Al parecer, las cosas no han cambiado, ni mucho ni poco sino todo lo contrario, es decir, nada.

De todos modos y en aras de una objetividad a la que no debe renunciarse, hay que señalar que la poesía ecuatoriana ha sido, en lo fundamental, solemne, con unas poquísimas excepciones que, en su momento, no fueron comprendidas: El vigilante insepulto, de Adalberto Ortiz, por ejemplo; Loquera es lo que era, de Iván Egüez; o la época antipoética (o de su no poesía ) de Édgar Ramírez Estrada.  Otra excepción podría ser esa mezcla de solemnidad –no solemnidad (salsómana y costeña, jergal y marginal)– de la poesía de Fernando Nieto Cadena y sus epígonos (casi todos menores) de Guayaquil.

Otro momento mencionable en nuestra poesía es la etapa tzánsica,  solo que fue más actitud que una poética, actitud loable, por supuesto, probable origen (extraliterario) de textos posteriores porque ellos, en sí, no produjeron una escritura mayormente significativa. No como grupo, al menos.

Ojalá que los no mencionados como los más representativos no se ofendan. Es únicamente mi opinión y lo único que sé es que “no hay genios inéditos” y todo es, al nivel en que nos movemos, “prematuro”.

Lo real es que en la poesía de los 80 del siglo pasado hay algunos elementos nuevos (y lo menciono como fenómeno grupal:) 1. Ruptura con la solemnidad; 2. Ausencia de ese optimismo casi “vitalista” que caracterizó a cierta poesía de la izquierda hacia los años 40 y tantos, y que todavía en nuestro país subsiste en ciertos sectores; 3. Presencia del humor a través de lo  irónico y lo sardónico; 4. Independencia de la vieja retórica española; 5. Cercanía con lo conversacional; y 6. Una crítica desencantada de los hechos, a veces paradójica, muy acorde con las experiencias vividas por el país en los últimos 20 años de la época: dictaduras militares, crisis y desencanto de la izquierda (por el enfrentamiento del “estalinismo romántico” con el apresuramiento adolescente del “foquismo”), auge petrolero y caída posterior de la economía del país, recuperación decepcionante de la “democracia”,  etcétera. Frente a todo lo anterior, la poesía en lo que respecta a la forma de referirse  a esa realidad, es irónica (no cínica, felizmente), y seca, escueta.

El resto será problema de los textos mismos, al margen de lo que se haya dicho aquí de los autores, pero jamás al margen de los lectores, que es al ámbito que llegan estos poemas para existir, para ser realmente; porque al señalar que no hay genios inéditos quise decir que no hay textos sin lectores, y que el riesgo hay que correrlo. Nada más.

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