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El Telégrafo
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“Irme lejos era una forma de dar conmigo”

“Irme lejos era una forma de dar conmigo”
14 de junio de 2012 - 00:00

El escritor ibarreño Huilo Ruales Hualca descubre el mundo a través de la trizadura de las palabras. Sabe que mediante un cataclismo lúdico las palabras aletean con un zumbido picaresco, dramático y estentóreo bajo la sien: en la parte más húmeda del cerebro; así logra extirpar su significado.

Huilo está en Quito otra vez, llegó de Toulouse hace unas tres semanas. Nunca se sabe cuánto tiempo más se queda en el país. Lo único seguro es que tiene algunos libritos nuevos de distinto género horneándose; y otros listos y   próximos a ser publicados, entre ellos el poemario Grupa de cebra sin rayas y la novela Edén y Eva de la trilogía los Kitos Infiernos. Se lo encuentra trabajando habitualmente en algún recóndito cafecito de La Mariscal, con su afilada radioactividad de siempre, insobornable sentido del humor y grandísima onda.

Huilo, alguna vez, usted dijo: “…allá en Europa hay un mundo concluido, todo es ordenado y frío como una máquina; aquí el afecto, el caos y la locura permiten la creatividad”. Son algunos años ya que vive por allá y el orden no ha afectado su creatividad, cuénteme un poco cuándo decidió irse a vivir en Francia y de  sus días ahí. ¿Cómo se escribe desde lo nostálgico? ¿Y cómo es ese vaivén de ida y vuelta en el que vive?

Nunca me sentí muy bien en el centro, en este caso, en mi país, en mi aldea. Siempre me atrajo lo ignoto, el margen, el otro lado. En cierto sentido creo que el irme lejos era una forma de dar conmigo o de distanciarme del sentimiento de no ser. O puede ser que me haya ido huyendo de lo que era, de lo que terminaría siendo si no me desarraigaba.

Creo, por otra parte, que me fui porque intuía aquello que Vila-Matas menciona sobre la condición del escritor contemporáneo, que es un extranjero en todas partes y que en ello consiste su universalidad. La primera vez fui a Francia en el año 75. La segunda, en el 95. Sumando las dos estadías he vivido allá 23 años. Me estremece esta cifra, que por primera vez la preciso en este instante. Fui a Francia por dos tipos de razones: la una, porque la literatura tenía una suerte de ecosistema saludable en París.

Los grandes escritores del mundo e incluso de Latinoamérica anclaban sus naves allí. Antes de la guerra, durante la guerra, después de la muerte, durante el estupor, el vacío, las ganas descomunales de reinventarlo todo. En París, en el Deux Magots, en otros cafés sin fondo y con mucha noche, crecieron las obras y el alma fisurada de Becket, Cioran, Burroughs, Canetti y tantos otros. Además, Francia había producido una gran literatura que desde muchacho la fui descubriendo. La obra de los poetas malditos, por ejemplo (y entre ellos, pese a su origen montevideano, el amantísimo Isidore Ducasse, el conde del otro monte, Conde de Lautréamont). O en narrativa, maestros como Schowb, Maupassant, Flaubert, Victor Hugo, Sthendal, Sartre, Camus, etc. Pero no solamente escritores sino las ganas “anormales” que nos ocurren a los lectores-escritores embrionarios de visitar lugares ficticios que podían, que “debían” ser ciertos, como en verdad ocurre muchas veces.

Qué maravilla conocer la aldea en donde vivió, sufrió, amó, traicionó gloriosamente y se mató la Emmita Bovary. O las calles cortazarianas de París y los latidos inocentes y desoladores de la Maga con su Rocamadour. Por otro lado, los acontecimientos políticos latinoamericanos pusieron a nuestra cultura muy de moda en Europa, suficientes motivos como para haber levantado el vuelo directo a Francia.

La locura de acá permite sobre todo una vida loca, que es lo que a uno le hace falta cuando se vive en ese mundo concluido, que es Francia. Allá escribo en paz, sumergido en libros, viajes, cultura, ese aroma viejo a historia, a demencia histórica; acá se me aflojan los tornillos, amo, pugno, sufro, me indigno y acaudalo materiales. Pero en los dos lados trabajo, aunque aquí lo hago con la sensación de que escribo de pie o con el traqueteo de un viaje en bus por carretero andino. Cuando se vive fuera tanto tiempo, la nostalgia ya no existe sino más bien un invernadero en donde se mantienen frescos los materiales de la memoria. Al menos en mi caso, dichos materiales son muy maleables al calor de la bien amada soledad que permite el vivir tan lejos. Por otra parte, hay los materiales entregados por la vida en el desarraigo, y que suelen fusionarse muy bien con los que me prodiga el manicomio tricolor.

Huilo, hábleme un poquito de Ibarra.

En tanto mi primera memoria, como es natural resulta una cantera literaria en la que hay un dédalo de niños extraviados, un manojo de calles sin salida y al fondo algo así como un desierto empedrado de calaveras. Nunca sabré si en ese entonces era yo y no el otro, el que se desvaneció en la lluvia y en medio de pañolones. Lo que no es muy natural es que pese a su fuerza literaria sobre Ibarra he escrito muy, muy poco. Siempre ando postergando cuentos, novelas, piezas de teatro, crónicas y poemas escritos al revés. A este paso, creo que esta primera memoria entrará en el olvido sin haber nacido literariamente.

En sus libros el trabajo de la marginalidad se presenta de una forma satírica y “honestamente brutal”. Sus personajes son extremos, caóticos, desgarrados que pretenden desnudar la hipocresía  y entelequia del sistema...

Mi apego natural, o casi, a lo marginal en personajes, historias, lenguajes, como usted lo dice, creo que provienen de una manera personal de palpar el mundo, la sombra y el fondo. Para mí la escritura consiste en correr el riesgo, en jugar con la frontera, en romper la frontera. El centro es el tedio, el mimetismo, la tradición en su etapa senil como lo recalca Gombrowicz, es en lo no terminado, en lo amorfo, en lo inmaduro, en donde la fuerza creativa es vital. El caos está más vivo que el orden, el pathos barroco, como diría Bolívar Echeverría.

Usted siempre ha sido un transgresor del lenguaje e hizo lo que le dio la gana con él. ¿Se puede decir que eso es otra forma de experimentalismo?

No sé desde cuándo, pero antes de haberlo leído entendí que la literatura radica menos en los temas que en la manera de abordarlos. Es en el lenguaje en donde encuentro el sentido principal de mi trabajo. Tomar las palabras como piedras y entrechocarlas para que salten chispas, para que recuperen la vida. Es en el lenguaje que encuentro la vitalidad literaria. Y claro, me encanta tensarlo, corriendo todo el riesgo que fuera. Como se dice: escribir es peligroso, eso es lo maravilloso.

El experimentalismo no es todo aquello que rompe una tradición, tampoco el que se busque recursos innovadores, sobre todo si estos se originan desde las entrañas de la obra innovada; desde la necesidad de esa renovación o implementación. El estigma del experimentalismo proviene más bien del hecho de reducirse a una propuesta formal a través de la que se pone en juego artificios que buscan dinamizar una obra, sin lograrlo casi nunca. Por lo demás, la creación literaria, y el arte en general, es per se innovador e innovar es osar todo tipo de rupturas. En mi trabajo no practico experimentalismos en el sentido del artificio. Pero sí me permito licencias, o sea rupturas cuando el corpus del texto necesita más movimiento, más libertad, más chisporroteo. O cuando me lo exige la sangre.

Para bien o para mal muy pronto mi escritura se inclinó por el lado de la transgresión, y yo no hice otra cosa que auparla. Escribo aquello que me conmueve, como creo que a todos. En mi caso, como en muchos, busco reproducir mi conmoción acudiendo a recursos expresivos que en sí mismo albergan fuerza, sorpresa, ruptura poética.

Vivimos en una temporalidad barroca donde todo vale, y quizá la vida sea corta y Proust demasiado largo. En la actualidad, con la abrumadora y excesiva oferta de libros, ¿qué importancia tiene el canon clásico, el de Harold Bloom, por ejemplo, para un escritor?

Como lo reitero, siempre tuve terror del centro, el canon me sirve para guardar distancia, como un lector avezado se distancia de los best sellers, como los ángeles de la gasolina se distancian de la admiración municipal. Me encanta el clima de la orilla porque allí se respira a pulmón abierto y crecen alas y hasta la muerte se comporta como una dama: vampiresa, pero dama.

Cuando vemos cómo está el mundo, ¿caemos en cuenta de que Kafka resultó un escritor realista?

Kafka siempre fue un escritor realista. Por eso su literatura no tuvo mucho que ver con la “realidad” sino con la realidad. ¿Quién no conoce y en carne propia a Gregorio Samsa? Sobre Kafka hay tanto que decir que más bien vale la pena cerrar la boca.

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