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“Fausto” o el deseo de querer contenerlo todo

“Fausto” o el deseo de querer contenerlo todo
17 de noviembre de 2013 - 00:00

Johann Wolfgang von Goethe, autor de Fausto, podría condensar en su ser toda la historia de la pasión amorosa humana. Era un hombre a quien en cada viaje, caminata o, simplemente, cuando contemplaba su alrededor, le era imposible no enamorarse de lo que veía. Y cómo no, si todos los nombres y rostros estaban salpicados de luz: Gretchen, Charlotte, Ana Katharina, Christiane, Ulrica... Ellas fueron algunas de las mujeres que se impregnaron en su conciencia: “Son los ojos de la amada / pasmo cierto de las gentes; / yo, que todo lo conozco, / sé muy bien lo que me advierten”.

Poeta, novelista, dramaturgo y científico alemán, Goethe era un hombre que conjugaba su encanto por las letras con sus estudios sobre la naturaleza y los colores. Vivió en una época determinante para la historia universal: segunda mitad del siglo XVIII y primera del XIX, cuando Europa empezaba a experimentar una transformación espiritual en el campo de las ideas, la ciencia y la política.

Con la llegada de la Ilustración, Alemania vivió un cruce entre el clasicismo renacentista y el romanticismo sentimental, como lo han definido algunos historiadores. Es decir, mientras la racionalidad trataba de ocupar cada espacio de la condición humana, alentando al progreso y la verdad como la panacea de todo, y jerarquizando la relación entre el individuo y la naturaleza, el sentimentalismo luchaba contra la homogenización de las mentes y despertaba en cada cuerpo ese instinto de querer abarcarlo todo, a pesar de que en nuestras manos apenas cabe una gota de lluvia.

Goethe, atravesado por estas dos mareas, produjo su inmortal obra.

Fausto o el deseo de querer contenerlo todo

La mayoría de las personas conoce la clásica historia que Goethe empezó a escribir en su juventud (Fausto I) y que finalizó en su versión definitiva (Fausto II) un año antes de morir. Sin embargo, la primera parte de la obra ha sido la que más difusión y adaptaciones en otras artes ha tenido por el dramatismo con el que se narra: un viejo sabio hastiado de las limitaciones que la racionalidad humana le da, decide hacer un pacto con el señor de los infiernos, encarnado en Méphistophélès, quien le ofrece la posibilidad de la juventud y el amor eternos (representados en Marguerite) a cambio de su alma, lo que desembocará en muertes y culpas.

Fausto materializa la lucha de los opuestos, de quien quiere sostener y sentirlo todo: la sensatez de la razón y la honestidad de la pasión. “Lo que se necesita no se sabe, lo que se sabe no se puede usar”, dice en unos de sus diálogos en el libro.

Pero, ¿existió Fausto? Definitivamente sí, aunque haya sido en sueños o proyecciones individuales; solo basta recurrir a las leyendas populares y testimonios que la gente ha elaborado sobre él. Se dice que, por primera vez, apareció en el siglo XV, como un brujo que leía la suerte de las personas y que poseía conocimientos astrológicos y valores humanistas. También se cuenta que apareció otro Fausto en el siglo XVI y que fue acusado de sodomía.

A partir de ese entonces, se han publicado varios libros en los que se lo retrata de diferentes maneras, pero siempre relacionándolo con la brujería y el Diablo. Christopher Marlowe y Thomas Mann han escrito sobre él. Delacroix le dedicó una serie de pinturas. Uno de los pioneros del cine mudo, F.W Murnau, hizo una adaptación de la obra, e Istvan Szabo dirigió Mefisto (basada en la novela homónima de Klaus Mann, hijo de Thomas Mann), film que ganó el Oscar a mejor película extranjera en 1981.

Y en la música no podía faltar su adaptación a cargo del genio francés Charles Gounod, quien compuso la ópera Faust, en cinco actos. Quizá es la interpretación más leal que hay.

Cinco actos

Martes. 17:00. En el Centro Histórico de Quito el cielo parece estar roto. Llegamos dos días antes, con dos horas de anticipación, al ensayo general de la ópera Faust, que se estrenó oficialmente el jueves, bajo la dirección musical de Ari Pelto y la dirección escénica de Chía Patiño. Antes de entrar en el Teatro Nacional Sucre, nos detenemos a ver lo que pasa en su exterior: bulla, vendedores ambulantes, el Trole, mujeres fumando y hombres fumados, teatro callejero, miradas esquivas, el orden público perdiendo autoridad, niños conversando con un muerto, chicles en el suelo y, nuevamente, ese cielo roto. Parecería que Méphistophélès adelantó su aquelarre.

17:30. Entramos en el teatro, pero aún no han llegado los actores. Nos conducen hacia los camerinos y, de repente, aparece Marguerite, interpretada por Vanessa Lamar. Viste de rojo, luce tranquila. Su personaje es complejo, pues se vuelve la herramienta que utiliza Mefisto para seducir a Fausto. La mujer es la condena y encanto.

Avanzamos. Son las 18:00. En poco tiempo iniciará el ensayo general. Ingresamos a los camerinos de los tenores del coro. Se están cambiando. Le preguntan a una compañera que viene con nosotros si no le molesta que lo hagan frente a ella. Antes de que responda, uno ya se ha quitado el pantalón y otro, la camisa. La sinceridad del actor radica en su espontaneidad.

Jorge Cassis, tenor nacido en Bahía de Caráquez, interpreta a Fausto.

 

Nos presentan a Edwin Gómez, un tenor del coro. Está listo con su vestuario. Interpreta en el segundo acto de la obra a un soldado. Le pregunto cómo fue para él, como cantante que habla español, interpretar ópera francesa. Me sorprende la claridad de su respuesta: “La ópera francesa viene de una sociedad megalómana que transcurría en medio de la revolución francoprousiana y que quería mostrarse ante el mundo como un imperio fuerte capaz de gobernar a todos y, en esta específica ópera, Gounod trata de mostrar eso. Fonéticamente, cantar ópera francesa es complicado, más que la ópera italiana o alemana. Además, no es igual hablar francés que cantarlo.

Por ejemplo, nosotros, en español, tenemos cinco vocales, que les decimos puras. En cambio, los franceses, tienen por cada vocal cinco vocales (empieza a hacer el sonido de la ã, õ, œ y de otras vocales que no logro reconocer, pero que no quiero dejar de escuchar)”.

18:30. Vemos a un hombre alto, de ojos profundamente rasgados y pelo cano, cuyo cuello está atravesado por una extensa bufanda negra que le llega hasta su cintura, correr hacia su camerino. No hace falta que nos lo presenten, sabemos que es Méphistophélès, interpretado por Homero Pérez, un actor y cantante chileno de origen cubano. Ha interpretado este papel seis veces en su vida (el último fue en Francia). Su mirada perturba, son ojos tan transparentes en los que se ve el fuego. Luce muy seguro y nos promete una sorpresa en la función.

Un parlante grita que la obra empezará con media hora de retraso. Aprovechamos ese respiro y vamos en búsqueda de Fausto, que lo interpreta Jorge Cassis, tenor nacido en Bahía de Caráquez. No logramos encontrarlo con facilidad, ya que en el cuarto donde estaba había un torbellino de gente maquillándose, calentado su voz, acomodando su vestuario y repasando sus líneas. Al fondo de la habitación vemos a un hombre a quien están envejeciendo: ¡es Fausto!

Como si estuviéramos en una bacanal, para llegar a él, tuvimos que esquivar a estudiantes, soldados, mujeres que no dejaban de coquetear; burgueses, matronas y hasta drag queens. Queremos conversar con él, pero el llamado del parlante que es como la voz de Dios, inclemente, obliga a todos a salir del camerino.

19:30. Empieza la función, que no contaré en estas líneas (hoy es la última presentación, y aún tiene tiempo de ir a verla), pero sí comentaré que es un esfuerzo que vale la pena celebrar, a pesar de que la idea de adaptarla contemporáneamente no se siente con fuerza. No solo basta vestir a los soldados con camuflage o hacer que quienes interpretan a los diablos bailen hip-hop (además, a los bailarines les faltó trabajar en su actuación).

Con más de 130 artistas en escena (donde destacan la actuación y canto de Homero Pérez) y una adecuada mezcla de coros, en los que están el Mixto Ciudad de Quito, la Escuela Lírica, el Coro Juvenil e Infantil y la Orquesta Sinfónica Nacional del Ecuador, la obra logra elevar al público hacia donde Mefisto quiere: una marea de emociones que no logramos consumir.

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