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El Telégrafo
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Hoy se recuerdan 119 años del triunfo de la revolución liberal, encabezada por eloy alfaro delgado

Es necesario recuperar la memoria de los olvidados

Es necesario recuperar la memoria de los olvidados
05 de junio de 2014 - 00:00 - Tatiana Hidrovo Quiñónez

La historia ha sido utilizada por los poderosos para invisibilizar la lucha librada por los sectores populares. Es necesario recuperar la “memoria de los olvidados”, de los campesinos, artesanos, pequeños propietarios, coroneles de hecho, capitanes, mujeres, indios y afrodescendientes que se movilizaron durante 31 años, desde 1864, para cambiar la realidad de desigualdad, exclusión e injusticia. Sin ellos, la Revolución del 5 de Junio de 1895, encabezada por Eloy Alfaro, no habría sido posible.

Inés Lucía, abatida (1890)

Inés Lucía era su nombre. Para el poder, ella no tenía apellido. No era necesario en esas circunstancias; no era importante, no tenía derecho a la vida, era cualquier cosa, iba contra el sistema, montaba a caballo, era campesina y concubina de un revoltoso. La sombra de su existencia apenas quedó registrada en un documento firmado el 21 de febrero de 1890, que celebraba su muerte y la de su compañero José David Litardo, perseguido desde enero de 1889 por ser montonero de la Revolución y acusado de “malhechor, célebre por sus fechorías”, según decía la autoridad. Inés Lucía y José David eran de Balzar, tierras calientes y fluviales de los señores del cacao.

Solían merodear con 20 hombres en la zona de Estero de Piedra, hasta que fueron abatidos en las montañas de Santa Ana, provincia de Manabí, en tiempos de lluvia.

En la génesis de la república, las mujeres campesinas como Inés Lucía debían cumplir un rol: reproducir hombres para cubrir la demanda de mano de obra en las haciendas –en especial de las costeñas–, pertenecientes a los grandes propietarios y destinadas a la producción de cacao para la exportación.

En el siglo XIX la economía se acopló al comercio mundial y sus beneficios fueron acumulados por un minúsculo grupo que controlaba al Estado: la oligarquía terrateniente.

Fuera del rol de reproductoras de hijos y transmisoras de valores conservadores y católicos, las mujeres pobres y campesinas constituían un estorbo para el orden neocolonial establecido, porque solían salirse de los márgenes previstos. A fines de ese siglo, la Iglesia Católica ultramontana perseguía a las mujeres “amancebadas”, es decir, las que no se habían casado por la Iglesia.

Como institución, el matrimonio católico permitía controlar la transmisión de valores tradicionales, pero sobre todo, facilitaba la contabilidad de la gente, el registro de su ubicación y el control de sus representaciones e ideología, tarea encomendada a la Iglesia, institución del Estado. Desde 1871 se perseguía férreamente la unión libre en Manabí y se llegaba a profanar tumbas de mujeres que eran enterradas en los cementerios a escondidas, sin confesión ni matrimonio. Los hijos “ilegítimos” de mujeres pobres y concubinas eran desprendidos de sus madres, colocados como sirvientes en casas de gente pudiente y educados de acuerdo a su ideología.

Las mujeres no fueron reconocidas como ciudadanas hasta 1897, después del triunfo de las fuerzas alfaristas que tomaron el poder el 5 de Junio de 1895. Aunque mujeres, generalmente de la élite, eran profesoras de escuelas de niñas, el proceso de inclusión de estas en la vida pública, fue una acción del radicalismo. En 1895, Matilde Huerta Centeno se convirtió en la primera mujer en trabajar en las oficinas del Estado, recibiendo el nombramiento de empleada del correo.

La Constitución de 1897 las reconoció como ciudadanas, pero el peso de la cultura dominante las mantuvo relegadas. Mucho tiempo después, la lojana Matilde Hidalgo ejerció presión contra el poder, para que se le permitiera votar en 1924.

Al morir, Inés Lucía, campesina de Balzar, quedó tendida, muerta junto a José Litardo. Cayeron los amantes montoneros. Quién sabe en qué tumba anónima quedaron sus restos. Quién sabe si las raíces estrujaron sus cuerpos y quedaron fundidos con la montaña.

Telémaco Chinga, carpintero en armas (1883)

Al parecer nadie ha escrito en más de 100 años el nombre de Telémaco Chinga, el olvidado carpintero encargado del hospital civil de Portoviejo que tomó armas en 1883.

Telémaco es un nombre griego, de un personaje de una de las piezas referenciales de la literatura occidental: La Odisea. Según el poema épico, era hijo de Penélope y de Odiseo (o Ulises), cuyos referentes reales existieron hace 2.800 años.

Era pues, el nombre Telémaco, un vocablo pagano, de aquellos prohibidos en Manabí en 1871 por el Obispo de Portoviejo para detener la moda de adoptar “nombres retumbantes” que no fueran de santos. “Chinga”, por su parte, era apellido de origen indio, distintivo de los pueblos descendientes de la sociedad manteña de Cancebí. Aún hoy existen muchos Chinga en la Costa.

Telémaco no era hombre de armas, pero hubo de tomarlas para enfrentar a las fuerzas oligárquicas que perpetuaban una masacre en Manabí. Subió con sus compañeros a las faldas del cerro de Montecristi y libró un tenaz combate en junio de 1883 para detener el avance de las fuerzas del dictador Ignacio de Veintemilla e impedirle el control del estratégico puerto de Manta.

Custodio Panato, indio montonero (1887)

Custodio lo dejó todo: su paisaje de hielo, sus soles y brumas de páramos y sus fríos dulces e intensos. Quién sabe cuándo nació, quién sabe quién fue su madre o su padre. Bajaría después de 1885 por el antiguo camino de San Miguel de Chimbo –que unía precariamente a la Costa y la Sierra desde la época de la Colonia–, un agreste “tensor” y corredor económico, que sostuvo en el tiempo el espacio social que dio lugar al Ecuador.

El tramo entre Chimbo y la cuenca del Guayas era bravo, pero Custodio lo pasó, a lo mejor huyendo del amo y buscando su libertad. Anduvo por las montañas antes de llegar a Paján, el diminuto y viejo pueblo de Manabí, de altas montañas y muchas quebradas, donde se criaba ganado.

Sin lugar, sin tierras, sin destino, Custodio se unió a las huestes del montonero Manuel de Jesús Luna. Después fue tomado prisionero por las fuerzas del gobierno y llevado a altamar, al barco Cotopaxi, para confesar su insurgencia: Allí contó que era indio de Guaranda, indio iletrado, mayor de edad, agricultor, católico y nuevo Sargento Primero de las fuerzas revolucionarias.

Nada más se sabe de Custodio Panato, uno de los miles que bajaron de los Andes escapando de sus patrones, o por la crisis de la economía serrana y la bonanza de la costa, que provocó una gran movilidad social en la segunda mitad del siglo XIX. Algunos indios también fueron montoneros de la Revolución.

Crispín Cerezo, montonerode Palestina (1885)

Crispín y Pedro Cerezo Zambrano eran de Palestina (pueblo de Guayas). Allí, junto al río tenían sus pequeñas tierras destinadas al cacao y frutales. En 1885, Crispín y los Triviño dirigían una de las “partidas” revolucionarias más consistentes, aguerridas y fieles a Alfaro, que reconocía en sus escritos que “Los dispersos de Palenque, dirigidos por los valerosos Avilés y hermanos Cerezo, libraron a orillas del Daule otra acción gloriosa. Los Cerezos y Triviño han continuado en armas llamando la atención de la Nación con sus proezas”.

Poco tiempo después de su matrimonio campesino, el montonero de Palestina se unió nuevamente a las huestes que recibieron la orden de controlar Esmeraldas.

El coronel Crispín Cerezo murió en el Combate de Quinindé, sin conocer a Rosario, la hija que dejó en el vientre de Ambrocia, allá cerca de su río y sus frutales.

Muchos pequeños propietarios, que enfrentaban el acecho del ejército del Estado oligárquico terrateniente terminaron uniéndose a la lucha alfarista, buscando una transformación profunda. Algunos no entendían los principios filosóficos del liberalismo democrático, pero intuyeron la necesidad de la Revolución porque sentían el viejo orden mordiéndoles la piel.

Esta es la otra historia de la Revolución, la memoria de los olvidados.

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