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El olvido, la memoria y la interrogante

El olvido, la memoria y la interrogante
24 de abril de 2011 - 00:00

Dentro de las letras nuestras, conviene recordar ciertos libros que trascienden su condición de mera confluencia de palabras combinadas en tal forma si se trata de la prosa, en tal otra si se trata de la lírica. No dejo de lado los otros géneros, pero cada vez se me hace cercanas las palabras de Croce en cuanto a la indeterminación y los géneros fusionados en los tiempos contemporáneos.

Por ahí podemos hablar de El oro de las ruinas, poemario de Alexis Naranjo, en el que los variados registros líricos hacen de su lectura un desafío constante e inagotable. Pero en esta entrega nos ocuparemos de Olvido, de Santiago Páez.

Es una novela que sorprende porque trasciende su condición de abordar una temática, para imbuirse por medio de sus tonos, musicalidades y ritmos, en materia misma de esa situación que nos venda los sentidos.

Como sabemos, el olvido es una interrupción de la memoria, de esa capacidad de retener hechos del pretérito. Cesa, por lo tanto, esa sucesión convenida como un relato paralelo a la existencia. Páez nos había habituado a la sorpresa (¿cabe la frase?) con sus entregas anteriores tanto en la narrativa fantástica, como en la novela policiaca.

Como vemos, es un autor que apuesta por cultivar parcelas literarias que no poseen amplia tradición entre nosotros. Al contrario, a través de su pluma trabaja para prestigiar el género en el que se zambulle.

Olvido (Quito, Editorial Antropófago, 2010) es un recorrido por las búsquedas de una mujer que repentinamente pierde la memoria. ¿Es la memoria activa o pasiva? ¿Puede uno utilizar los recovecos de la cotidianidad para recuperar en algo ese cordón deshilachado que son los recuerdos?

Es por eso que la voz narrativa nos hace seguir a Selma en el deshilvanar de su tiempo en pos de aprehender su identidad. Las fotografías, los paisajes urbanos, las circunstancias laborales y hogareñas son desenrolladas con ese propósito.

Pero en gran medida el peso de tal desgracia lo sostiene el lenguaje, gracias a la mano de S. Páez. En menos de cien páginas, asistimos a un tono de añoranza, sentimos una vecindad con la poesía. Es, así de sencillo, una novela que hay que leer.

Luego, la memoria

El mito puede ser visto como un espejo en el sentido de que refleja las esperanzas y parte de la identidad de un porcentaje significativo de la población.

Así, el mito puede ser una institución como la Iglesia, Barcelona Sporting Club, pero también puede ser un producto emblemático de los que tenemos en el Ecuador –la tagua, el sombrero de paja toquilla, el cacao arriba y su cultura-.
Pero de igual manera, puede ser un individuo, digamos un cantante de corte popular. Aquí era adonde quería llegar.
Alguien, por ejemplo, que transformó la forma en que veíamos nuestra música. Alguien a quien se le debe conocer un poema modernista (“El alma en los labios”, de Medardo Ángel Silva), y de interpretarlo, una vez hecho pasillo.

Las memorias de Julio Jaramillo constan en la publicación oficial del Museo de la Música Popular (para los despistados, donde se levantaba la Cervería Nacional, en Las Peñas-. Fue escrito por Jenny Estrada, editado por la Muy Ilustre Municipalidad de Guayaquil y ofrece una lectura cronológica del cantor, pero también de la historia de la discografía nacional. El cómo, el porqué, el dónde, el quiénes de las ediciones de nuestros discos en los más diversos géneros –que incluyen el vals, el pasillo, el sanjuanito, el albazo, el yaraví- está allí en las 152 páginas del libro.

Un registro fotográfico y documental de instrumentos, mecanismos de grabación y locución dan parte de la trayectoria radiofónica del país. Además, de la geografía de la música popular en el Ecuador. Si usted desea saber desde cuándo contamos con el long play, y cuál fue el imperio de la rocola, entre otros asuntos, puede hallarlo en este libro.

El Ruiseñor de América es visto en una serie de dioramas, fotografías, afiches y, cómo no, registros de variada índole, desde los testimonios personalísimos pasando por los tributos al ícono de la cultura popular.

Sabemos perfectamente que si decidimos utilizar el término “alta cultura”, hay una especie de obvio trato peyorativo hacia la cultura “otra”, aquella que construye identidad y que se produce no necesariamente en la galería o el auditorio, sino en la calle, en la esquina.

Y la interrogante

Ya en los campos de la teoría, y después de los caminos recorridos por tanta saeta crítica, el lúcido autor inglés Terry Eagleton pretende despejar la pregunta que nos hacemos todos: ¿y ahora qué? Después de la teoría (Barcelona, Debate, 2005) nos lleva de la mano por tortuosas vías en las que precisamente se pega el oído a la política y la amnesia.

Por lo tanto, retrocede hasta hacernos claros los días en que se produjo el ascenso de la(s) teoría(s), y nos hace ver tiempos actuales en que la caída crítica es palpable. Una vez más nos estrellamos de lleno a los terrenos de la posmodernidad, los triunfos y las derrotas del sujeto crítico en un mundo moderno. Incluso, recordamos gracias a Eagleton ese antiguo espacio compartido por ética y estética.

¿Hasta qué punto el fundamentalismo ha sido uno de los mayores obstáculos para que los seres humanos avancen críticamente en su trayectoria de vida?

Eagleton hace novedosas propuestas, como las de pensar a los fundamentalistas como los nuevos fetichistas –debido a que un fetichista llena el vacío del objeto deseado con algo que sí puede tener-, y recorre el enfrentamiento con al escepticismo del posmoderno. Un libro al que se puede llegar desprevenido, pero del que no se puede salir incólume.

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