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Los miércoles, desde las 18:00, los tambores resuenan En el Parque Navarro del barrio la vicentina

El candombe de las tripas, un viaje para toda la vida

Félix Atahualpa (i), fundador de la agrupación; Rony Ortega, candombero uruguayo;  Romel Jurado, integrante, en plena interpretación; ellos cada miércoles se reúnen en el parque del barrio La Vicentina para interpretar su música. Fotos: Álvaro Pérez.
Félix Atahualpa (i), fundador de la agrupación; Rony Ortega, candombero uruguayo; Romel Jurado, integrante, en plena interpretación; ellos cada miércoles se reúnen en el parque del barrio La Vicentina para interpretar su música. Fotos: Álvaro Pérez.
08 de marzo de 2014 - 00:00 - Paúl Hermann

El parque de las tripas

A inicios de la década de los años 80 había en el parque del barrio La Floresta un par de mujeres que vendían intestinos de res asados, o tripa “mishqui” (palabra de origen quichua que significa dulce).

En 1996, cuando hubo mayor demanda, el número de vendedores creció tanto que debió trasladarse a un sitio más amplio. El parque Navarro, del barrio La Vicentina, situado un par de cuadras abajo, fue el lugar elegido. A las tripas se añadieron otros platos: morcilla, fritada, papas con cuero. Se conformó, así, la asociación Santa Marianita e incluso un ‘ocurrido’ bautizó al sitio como el ‘Parque del Humo’. Hoy a esta zona se la conoce popularmente como el Parque de las tripas.

El candombe de las tripas
A las seis de la tarde del miércoles Félix Atahualpa, latacungueño que trajo el candombe de Argentina, ya se encuentra en el parque en compañía de Romel Jurado, otro de los miembros fundadores de la agrupación El candombe de las tripas. Hace cuatro años empezaron a acudir con sus tambores, sin imaginar que la respuesta sería tan inmediata y contundente.

El miércoles, entendieron, era el mejor día para el candombe, pues no reñía con los contratos que los músicos tienen a partir del jueves ni con los compromisos que los padres de familia tienen los fines de semana.

Los primeros en escuchar el llamado de la selva de concreto fueron dos parejas de argentinos, quienes ofrecieron un taller de música y danza en Quito y, luego, continuaron con su viaje sin alterar el destino de la agrupación que, si bien tiene una base estable, se renueva permanentemente. No ha podido crecer, pero se mantiene, lo cual es significativo si se considera que más allá de la tradición interrumpida, en Argentina el candombe ha necesitado 20 años para llegar al nivel actual.

Valentina Lobato y Félix Atahualpa.  Al fondo: los tradicionales puestos de tripas.

Ya en el parque, el grupo enciende una fogata que no tarda en hacer señales de humo a una camioneta del Municipio. Esta se estaciona en la mitad misma del lugar. De su balde bajan cuatro policías y les dicen que apaguen el fuego, que están dañando el césped, que rehabilitarlo le cuesta una fortuna al Cabildo.

Atahualpa y Jurado les explican que todos los miércoles usan el mismo lugar y que encienden una hoguera para afinar sus tambores (piano, repique y chico) desprovistos de herrajes. Los policías se marchan satisfechos con la explicación y los tamborileros dicen que el candombe evoca libertad.

Y en nombre de ella es que precisamente una de sus actividades favoritas consiste en tocar en el Festival Artístico Murales de Libertad, una propuesta de sensibilización y expresión implementada por el artista plástico Alejandro Cruz desde 2008 en las cárceles de Quito.

Aunque también lo han hecho en los barrios populares y en actividades como Hornados solidarios, el Festival Afro de Esmeraldas, el Congreso por la Paz de Colombia e, incluso, en un encuentro de candombe de Argentina, por invitación del Ministerio de Cultura y Patrimonio de Ecuador.

Dicen, además, que su candombe tiene que ver con la apropiación del espacio público, un fenómeno que en Quito está desarrollado, aunque haya personas que piensen, como en el viejo Montevideo, que el tambor se roba el alma de las niñas, pues al son de ese ritmo fuerte y pasional pasan cosas con el cuerpo que no se pueden explicar con la voz.

De aquí y de allá
Solange tiene 50 años de edad y cuatro en un grupo conformado por personas que, como ella mismo dice, podrían ser sus hijos. Se dedica a la danza profesional y está completamente comprometida con la propuesta de El candombe de las tripas. “No vivo de bailar, vivo bailando”, dice.

Se vinculó a la agrupación a partir de sus experiencias en Mujeres al tambor, banda promovida por Tambores y otros demonios, y de Tambores de la luna, rueda de tambores cuyos miembros, explica el percusionista Omar Ramadán, pertenecen a diversas agrupaciones y que todas las noches de luna nueva y llena se reúnen a tocar alrededor del fuego de 19:30 a 23:00.

Cuando la tarde se convierte definitivamente en noche, aparece Valentina Lobato, bailarina, cuentacuentos y madre. Viene de Guápulo. Viste malla, falda negra y unos botines deportivos color café. Aunque es bailarina trae un tambor que compró en Argentina, pues fue una de las primeras en llegar a la agrupación y quería conocer la experiencia de primera mano. “He estudiado danza con Patricia Gutiérrez, Susana Reyes, Wilson Pico. Tengo un camino largo en el baile y como madre también”, dice, y repite algo de lo que todos los integrantes del grupo están absolutamente convencidos: “El candombe evoca libertad, el candombe se baila como para romper cadenas”.

Tras ello explica que en este género los pies se mueven al ritmo de la música del piano, la cadera al ritmo del repique y las manos y la cabeza al ritmo del chico. Y mientras lo hace, reproduce, con la voz, el sonido de los cueros: ¡Tiqui-tiqui/tiqui-tiqui! ¡Tiqui-tiqui/tiqui-tiqui!

Rony Ortega es un percusionista y luthier uruguayo radicado en Argentina que, de paso por Ecuador con su compañera cantante, se encontró con El candombe de las tripas. En la medida en que pertenece a una corriente dedicada a expandir este género por el mundo, ofrecerá talleres de candombe y de elaboración de tambores en el parque. Pero eso será en las próximas semanas. De momento cuenta que el tambor chico lo ejecutan los niños, el repique los jóvenes, y el piano los adultos, pues simboliza experiencia. “Cuando los abuelos hablan, hay que escucharlos”, se convence.

Habla después de cosas oscuras, de los candomberos uruguayos que emigraron a Argentina durante la dictadura únicamente para sufrir más represión. “A Tío Candamia (candombero popular) los militares le hicieron un asado con el tambor mientras él los veía desde su celda”. Y puesto que otra de las cosas que apasiona al pueblo uruguayo es el fútbol, comenta que existe un vínculo entre este y el candombe, sobre todo cuando juega la Selección, y que de hecho, el grito de Uruguay se hace con la clave de 3/2 del candombe: ¡pa-pa-pá/pa-pá!

Dice luego que le agrada que el traje negro de los candomberos quiteños tenga un representativo manto andino y que musicalmente la agrupación solo debería mejorar la técnica, pues la música está bien. “Lo que ocurre es que aquí la gente escucha salsa, sabe lo que es una clave, la reconoce, la siente. Aquí el tambor también es parte de la cultura”.

-¿Ssooss uruguasho voss? -le pregunta un hombre de mediana estatura, cabello y barba rubios a Rony, sin dejar de comer tripas de un plato blanco, de espuma flex.

-Sí, ¿y vos?
-Yo también

-¿Y qué hacés por acá?
-Me casé con una chica ecuatoriana.

-Suerte la tuya.

-Y me quedé a trabajar acá en una agencia de publicidad.

-¿Habías visto tocar a los chicos?
-Vi a alguien de Buenos Aires en el Centro, pero no había visto a nadie aquí, en La Vicentina. Lo que creo es que con el sonido de los tambores, los uruguayos nos congregamos...

Los visitantes
Una secretaria llega al parque en un Peugeot 206 como en el que aprendió a manejar. Un burócrata en busca de alguna emoción en su vida a bordo de un Grand Vitara color gris. Un empleado privado en el Hyundai Tucson con el que venía soñando desde que su mujer le anunció que esperaba un nuevo hijo. No hay un Mercedes ni un BMW ni un Audi, ni siquiera viejos. La comida del parque, como el candombe, tiene esencia popular.

La tocata
-Bueno, ¡toquemos!- propone Atahualpa.

Le responden los tambores con ruido. Tradicionalmente estos estaban construidos con las barricas de roble en las que se transportaba yerba mate de Brasil a Uruguay, y las baquetas con palos de escobas, mangos de plumeros y perchas de ropa.

El candombe que tocan en el parque es más bien tradicional y va a caballo entre el uruguayo y el argentino, pero el propósito, a corto plazo, es fusionarlo con otros ritmos regionales y locales como el bambuco, la cumbia, la bomba y el sanjuán. Con golpes de baquetas y de manos cóncavas, el chico arma la fiesta; el repique dialoga con el piano, y este forma el ritmo, llama, contesta, rezonga, sigue la conversa...

Alguien, de vez en cuando, les regala una moneda. Los vendedores, a ratos, les ofrecen un plato de comida, pues a fin de cuentas, atraen clientela y hasta han adoptado, en un alarde pop, el nombre del más popular de sus platillos: las tripas.

Los tambores sin herrajes se afinan al fuego lento previo a la tocata de los candomberos.

Un hombre como de sesenta años, chiva blanca, y otro, como de cuarenta, rasurado, se sientan a conversar mientras observan a los músicos tocar en círculo, alrededor del fuego.

Acaso se fijan en la mueca de concentración que hace con la boca Romel Jurado al tratar de mantener el ritmo del piano; tal vez en los estudiantes del instituto Metropolitano de diseño que los miércoles se reúnen detrás de una caseta del parque a beber sorbos de Norteño y a jugar cuarenta al son de los tambores; a lo mejor en Fiorella, la delgada uruguaya que regenta un hotel en Mompiche y que, de visita en Quito, rememora su tierra bailando abrazada a su tierno hijo de cabello color sol.

Unos niños juegan fútbol ajenos a la música, pero a veces, mientras esperan a que alguno de sus compañeros de equipo regrese con el balón que ha ido a parar lejos, se mueven al ritmo de los tambores, despreocupados, felices.

Al final de la jornada habrán sido, al menos, dos mil quienes comieron en el parque, y muy pocos los que se acercaron a mirar y escuchar el ensayo de la banda.

Por eso y porque es parte del candombe, los miembros de la agrupación deciden salir en comparsa entre el parque Navarro y el redondel ubicado cuatro o cinco cuadras hacia abajo, o hacia arriba, todo depende desde donde se mire.

La comparsa
Seis u ocho bailarinas son las encargadas de apropiarse de uno de los carriles de la calle. Se forman en doble hilera, y danzan, algunas, como Valentina, con ritmo de candombe; otras, como Solange, fusionando movimientos de otros géneros, pero todas con una sensualidad que atrae a los fisicoculturistas del gimnasio de la esquina, que los obliga a dejar sus press y sus curls, sus barras y sus mancuernas, y a instalarse en las ventanas del segundo piso a mirarlas con detenimiento, absortos.

Los candomberos tienen barbas, gorras como de marineros de mares helados, chisteras, bombines... Los conductores los miran, muchos con curiosidad, algunos con extrañeza, pocos con molestia, y siguen su camino en dirección diametralmente opuesta al sonido de los tambores que se adentra en la noche a ritmo de cuatro negras por compás, en clave de 3/2.

Rony Ortega suele explicar el sonido de los tambores con sus palmas y su voz, realizando onomatopeyas:
Un, dos, tres, cuatro.

Pa-pa-pá/pa-pá. Pa-pa-pá/pa-pá.

Chu-tumbá
Chu-tumbá.

Cachi-cá-tumbá
Cachi-cá-tumbá...

Si bien el candombe tiene una estructura, la tocata de esta noche será única, no se parecerá a ninguna otra, dependerá del sentimiento, de las circunstancias. Volverán, como cada miércoles, al cabo de veinte minutos, agotados pero felices, sin chaquetas y sin frío en medio de la niebla de la noche quiteña.

EL CANDOMBE Y EL INFLUJO GAUCHO SURGIERON DE INTERCAMBIOS

Ecuador siempre tuvo influjos culturales argentinos que agarró del fútbol, rock, cine, comedias y telenovelas. Hubo incluso, en el desaparecido Tele 13, un programa llamado Aquí Argentina que ponía en escena todo esto para el televidente ecuatoriano. A inicios del 2000 el contacto con la cultura argentina dejó de ser virtual. Algunas familias ecuatorianas vieron que con uno de los dólares recién impuestos en Ecuador se podían comprar algunos devaluados pesos argentinos; y, en lugar de inscribir a sus hijos en las costosas universidades ecuatorianas prefirieron (porque incluso resultaba más barato), mandarlos a estudiar a tierras gauchas. Los jóvenes no retornaron solos, se trajeron manifestaciones culturales que añadieron a las ya existentes, barras organizadas de fútbol, por ejemplo, y candombe.

Este ritmo, Patrimonio cultural inmaterial de la humanidad proclamado por la Unesco en 2009, es una manifestación de origen africano que aúna música, danza y religión y que se desarrolla en los territorios que hoy ocupan Brasil, Argentina y, sobre todo, Uruguay, desde el siglo XVIII.

En Montevideo su práctica fue realizada exclusivamente por la población afro en lugares denominados tangós, y posteriormente en conventillos. Durante los siglos XIX y XX se inscribió en la cultura global de dichos países. De hecho, los estudiosos aseguran que el candombe da lugar al aparecimiento de la milonga y, por añadidura, al tango.

Con respecto a su danza es preciso señalar que se realiza en las comparsas, cuyos personajes son el Gramillero (brujo de la tribu), la Mama vieja (ayudante), el Escobero y un numeroso grupo de bailarines de ambos sexos y vedettes tomadas de la samba brasileña, así como por expertos en manejar banderas de cuatro metros de ancho por dos de alto.

El candombe tiene lugar durante todo el año, pero especialmente en Carnaval, cuando se realiza en Montevideo el Desfile de llamadas, una competencia de comparsas conformada, cada una, por al menos cincuenta percusionistas.

El candombe en Buenos Aires se desarrolló con menos fuerza que en Montevideo. Las razones: la población afro lo mantuvo oculto por más de un siglo, su población mermó por la fiebre amarilla y la guerra contra Paraguay, la dictadura lo prohibió y los inmigrantes blancos desplazaron a los afrodescendientes al usarlos para el servicio doméstico, los oficios artesanales y la venta callejera.

Hasta hace poco el candombe de la capital argentina lo tocaban solo los afroargentinos en sus casas, ubicadas en los márgenes urbanos, pero a partir de la declaratoria de la Unesco se hizo más visible. Hoy existen esfuerzos gubernamentales y privados para llevarlo a los espacios públicos.

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