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Deep Purple, un ícono del heavy metal

Deep Purple, un ícono del heavy metal
01 de noviembre de 2011 - 00:00

Deep Purple, la banda cuya música acaricia la piel como una motosierra, regresó a Quito. Deep Purple son los huevos prehistóricos del heavy metal, aderezados con matices progresivos y de hard rock, siempre basados en el bendito ‘blues’.

Deep Purple es el viento fantasmal que se convierte en lluvia con rayos eléctricos en los oídos, los ojos cerrados para acentuar el efecto alucinado, roquero, libérrimo; su primer éxito se llamó Hush, era 1968.

Pongo su música, sus acetatos. Suena Soldado de la Fortuna: una balada rock, donde guitarra y voz se unen en una plegaria nocturna: lo mejor es el compás de la batería en marca de blues y luego la trepada de la guitarra con su punteo ‘blusero’, aderezado por esa aura mística que tiene la canción.

“Yo siento que estoy envejeciendo y las canciones que he cantado son un eco en la distancia, como el sonido de un molino de viento dando vuelta”.

Suena Autopista de las estrellas. Subo el volumen, agito la melena invisible. La canción empieza con los rudimentos de Ian Paice sobre el parche terroso de la caja y el pulsar del bajo. Para luego despegar en un vértigo impuesto por la guitarra y la voz, y a continuación la sinfonía de los teclados, la destreza de Jon Lord.

Deep Purple es un viento de oxígeno puro y categoría para los predios locales, donde es tan escasa la programación de música con estética, más allá de la apuesta tribal o el panfleto.

Capítulo aparte: ¡Dios salve a Ian Paice!, ilustre batería de la banda, partitura elegante de matices, rudimentos, tamborileos trepidantes, los parches Remo flojos para lograr resonancias más ‘deep’.

Suena Mujer de Tokio, inmortal, la oía cuando tenía 15: empiezo a volar con cada golpe seco de la baqueta en el parche de la caja (redoblante), un púrpura profundo me inunda las arterias del corazón con el contrapunto en la piel del bombo; el chip cerrado de los platos dobles (hi-hat) vuelven polvo mis dientes; el látigo sobre el ride (plato de secuencia rítmica) produce un crispeo brillante en mi mente.

¡Deep Purple!: navego con el pelo largo por la década de los  sesenta y setenta.

He aquí el homenaje para resaltar el regreso de la banda inglesa: la primera vez que visitaron Quito, su tocada dejó cicatrices en la memoria de los apasionados. Y enseñó a muchos lo que es el arte, el sonido excelso, el genio y matrimonio con un instrumento, la categoría de semidioses de los ingleses.

La voz de Ian Gillan ha tenido que pedir una leve tregua a los años,  al paso implacable del tiempo, pero su vibración conserva la lava de un roquero de nacimiento, de un roquero que con sus pañuelos en la cabeza y los jeans apretados recogió las más bellas flores de su tiempo.

Suena Perfecto extraño, y en mi memoria veo a Ian Paice tocando los pedales de su Pearl concha de nácar con sus zapatos rojos, muy setenteros, “un buen baterista es aquel que no mueve los brazos, apenas sus muñecas”, Ian quiebra su muñecas con elegancia, sostiene las baquetas profesional y certero, y con magisterio, salta del hi-hat hacia el ride (plato rítmico). Sus contrapuntos entre los ‘toms’ de aire, los de piso y el bombo, son una metralla de energía y velocidad. Suena Abril, y el órgano Hammond de Jon Lord se impone sobre la atmósfera, actualmente lucha contra un cáncer y, sin embargo, su actitud vital no desfallece.

El paso del tiempo a Deep Purple le favorece, y hoy sus seguidores suman cinco décadas, el prestigio del arte convive con la trascendencia estética. Eso —exclusivamente—, la estética.

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