La regeneración urbana tocó hace más de dos décadas el centro de Guayaquil. La iniciativa municipal acometió, sobre todo, el bulevar 9 de Octubre, a lo largo del malecón Simón Bolívar, la calle Boyacá (donde transita el servicio de Metrovía), la zona bancaria (un poco más al norte se instaló la llamada Zona Rosa) y se ordenó la bahía.

Esa regeneración incluyó los parques y plazas, como el Centenario, Seminario, Rocafuerte o también conocida como San Francisco, entre otros, donde el cemento gris y resquebrajado fue reemplazado por el colorido adoquín y en las aceras se impusieron -cual intruso en hábitat extraño- las palmeras ornamentales, en lugar de los árboles nativos de la Costa ecuatoriana.

Hasta allí, una cara de la urbe. Dos cuadras al sur del bulevar, desde la calle Aguirre más hacia abajo (Diez de Agosto, Clemente Ballén, Sucre, Colón, Alcedo y otras más el aspecto del centro toma otro matiz: el de los edificios añejos, de construcción mixta y de una arquitectura de la década del 40 o 50, maquillados con una capa de cemento cubierta por una pintura que con el paso del tiempo, ya luce descolorida, sin brillo, sin vida.

El comercio es variopinto: bajo los portales de los inmuebles se exhiben barracas, sastrerías, despensas, lúgubres comedores, fritanguerías, almacenes de calzado, ropa y bisutería, sin faltar los moteles y pensiones baratos. Todo un conjunto de actividades que se confunden entre sí como si fuera un amasijo.

En los balcones de los edificios, de no más de tres o cuatro pisos. Sus ocupantes exhiben, posiblemente a falta de un patio interior, la ropa recién lavada. A los consuetudinarios transeúntes ni les llama la atención los guindalejos. Por las calles circulan todo tipo de vehículos; los conductores de buses pugnan por ganar espacio con la consabida y malhadada costumbre de sonar el claxon. El alcantarillado es precario y el olor del desagüe es insoportable. Al sector no llegó la regeneración. (I)