Miércoles 22:30, la fuerte lluvia guayaquileña obliga a buscar refugio. Bares y restaurantes sirven bien para esta causa en el centro de la urbe.

Ni los cuidacarros se aventuran a hacer sus labores con tan mal tiempo. Saben que el chubasco no es bueno para el negocio y prefieren resguardarse bajo techo a fumar “algo” para entrar en calor.

Ingreso a un bar a tomar un trago mientras pasa la lluvia, no transcurren ni veinte minutos entre entrada y salida, pero ese tiempo basta para que los dueños de lo ajeno hagan su trabajo. Abrieron mi carro, desactivaron la alarma, anularon el bloqueo central, lo encendieron y se lo llevaron.

Así, en un pestañeo, de mi carro no queda ni el puesto, pues cuando salgo ya está ocupado por otro vehículo.

Por un momento el cerebro se niega a procesar la idea. “No puede ser, ¿dónde dejé el carro?”, me pregunto. Pero a medida que pasan los segundos la realidad se asienta, la sangre que se fue hasta a los pies vuelve a la cabeza y me estrello con la realidad: ¡me robaron!

La primera reacción es buscar un puesto de policía, pues las películas nos han enseñado que cuando algo como esto pasa hay que buscar a la autoridad para que se despliegue el rescate.

Aquí la historia es distinta. Al llegar al puesto más cercano me recibe un agente que pese a explicarle lo ocurrido, sigue más preocupado del videojuego del celular que de servir y proteger.

Llama, dice uno que otro código por la radio y responde: “Siéntese y espere que ya viene una patrulla”.

El auto, que tarda una eternidad en aparecer, lo dirige un sargento de apellido Orobio, quien no hace más que llevarme al lugar del robo y tomar mis datos antes de decir “no se puede hacer nada más, vaya denuncie en la Fiscalía”.

Le insisto en que el sector -aledaño al Malecón 2000 y a la denominada zona bancaria- está plagado de cámaras. A lo que me responde que “eso es trabajo de la Fiscalía”. Mi carro sigue desaparecido. (I)