No confíes ni en tu propia sombra. Esa frase de mamá marcó la infancia de muchos. El lunes la puse a prueba. Eran las 09:00, mientras recorría la avenida Amazonas, en la Plataforma Financiera, al norte de Quito, una persona en silla de ruedas se me acercó. Tenía un aspecto muy humilde, con grandes ojeras, tez pálida y una gorra de un movimiento político casi extinto.

Lo miré y pasé. Quería cruzar la calle para tomar el bus. En ese momento, gritó: joven, ayúdeme sacando plata del cajero. No puedo subir las escaleras. Y prosiguió con claridad: me faltan cinco centavos para pagar la luz. Sáqueme $ 20.

Se me cruzaron un millón de ideas, la más fuerte: me quiere robar. Me imaginé que era una distracción para ponerme escopolamina en la tarjeta de ahorros; que personas se acercarían y me sacarían al descuido o a la fuerza mis pertenencias. Sentí miedo.

Quería escapar de allí. Por unos cuatro segundos me quedé en silencio y solo se me cruzaron imágenes borrosas de asaltos que los medios publican. Esa persona tenía una mirada japonesa. Estaba atento a una respuesta.

Tragué saliva y contesté con una mentira: estoy de apuro. Pero finalmente decidí ayudarlo. Me acerqué al guardia del banco y le expliqué que el señor de la silla de ruedas quiere le haga una transacción. “Ayúdele”, le dije. Me contestó: No puedo. Decidí sacar el dinero, antes de decirle al guardia: no se vaya, míreme.

Me acerqué al señor de gorra y le pedí su tarjeta. También me dio su clave. Tomé ese pedazo de plástico con las puntas de los dedos. No lo acerqué a mi rostro, mucho menos a mi nariz. Intentaba no respirar. Subí las tres escaleras y procedí ante la mirada fija del guardia y del señor de gorra. 45 segundos duró el trámite. Le pasé la tarjeta, el comprobante y los $20.

“Gracias”, me dijo. Le respondí ”de nada” mientras cruzaba la av. Amazonas. Al otro lado, lo vi al señor de gorra perderse por un zaguán. Yo seguía pensando en la escopolamina. (O)