Viajé por primera vez a Europa a los 14 años. Mi padre me dio tres libros para enfrentar el periplo: uno del Museo de Louvre en París, otro del Museo del Prado en Madrid; y el último del Vaticano en Roma.

Gracias a esas guías descubrí a los autores de esas obras de arte universal y los detalles de la época en la que pintaron. Me detengo en el Louvre de la capital francesa porque desde entonces lo visité varias veces. Primero porque estudié allí un posgrado, y segundo porque es uno de mis museos favoritos junto con el de Orsay, también en la Ciudad Luz.

El Louvre me despertó los sentidos: miré más y más, desde diferentes “cuadraturas”, como dicen los productores de televisión, y de cerca y de lejos. Tomé mi guía y la leí para conocer la historia de las pinturas que tenía al frente. Pero lo que me cautivó fue el cuadro de la Mona Lisa, de Leonardo da Vinci. Este artista y científico italiano pintó ese retrato renacentista entre 1503 y 1506. Esta es una de las obras de arte más populares en el mundo y una de las más visitadas por los turistas en el Louvre.

Está colgada en una pared blanca, muy iluminada y tiene un vidrio ancho que la protege. Estuve al frente de La Gioconda, como también la llaman, y traté de descifrar alguna de las historias que se tejen alrededor de esta dama florentina. Una de ellas dice que fue un hombre; otra que fue la madre de Da Vinci; otra que fue su amante. También hay diferentes hipótesis sobre su misteriosa sonrisa.

En realidad, la Mona Lisa fue Lisa Gherardini del Giocondo, esposa del empresario Francesco del Giocondo. Él le pidió a Da Vinci hacer la pintura. Años más tarde, cuando vivía en Milán, entrevisté y escribí un reportaje para un diario ecuatoriano para el cual fui corresponsal sobre las últimas descendientes de La Gioconda.

Son dos hermanas, Natalia e Irina Strozzi, de la región Toscana-Italia, cuya familia es productora de vino. Lisa, esposa de Giocondo, tuvo cinco hijos y ambas descienden de uno de ellos. Entre ellas y la Mona Lisa hay 15 generaciones. (I)