Alerta, con los sentidos agudizados y observando a cada instante los espejos retrovisores, me embarco en la difícil tarea de conducir en Guayaquil. El trayecto no es largo, son máximo 10 kilómetros que a diario recorro hasta el trabajo. Y me encuentro con todos los vicios e imprudencias que caracterizan a muchos conductores en la urbe.

Por una parte, el avezado que va por el carril izquierdo y de repente, sin previo aviso y sin poner las direccionales, se atraviesa al resto de carros para virar por una esquina, ganándose los “llamados de atención” de los demás conductores que tuvieron que frenar en seco para no chocar al imprudente (quien, por cierto, se enoja ante los pitazos “cariñosos”).

Está la otra categoría: “the human turtle”, ese conductor extremadamente paciente que circula por la izquierda en plena vía rápida, a una velocidad no mayor de 30 kilómetros por hora. Él también se lleva su dosis de pitazos mientras los demás conductores tienen que hacer maromas para poder rebasarlo sin causar algún accidente. También encontramos aquel que, al parecer, no sabe que en su carro existen unas luces llamadas “estacionarias” o “de parqueo”.

Es el conductor que va a 50 o 60 km/h y de repente se acuerda de que debe detenerse. Entonces aplica los frenos y se estaciona a un costado de la vía, sin previo aviso, sin poner las estacionarias y confiando en los poderes premonitorios de los que van detrás, quienes -para evitar chocar- deben adivinar que él va a frenar.

Otro espécimen es el que se pega detrás de tu auto y empieza a pitar, impaciente porque no puede pasar; se mete a la fuerza por espacios donde a duras penas cabe y finalmente todos lo alcanzan en el semáforo en rojo.

Esto me recuerda al meme en el que Marty McFly sube a la máquina del tiempo del Dr. Brown y le dice: “Doc, esto no tiene direccionales”. Y el Doc le responde: “¿Direccionales? ¡A donde vamos no necesitamos direccionales!”. Y, por supuesto, llegan a Ecuador. (O)