La iniciativa era loable: correr por una sociedad libre de drogas. Además había un componente ambiental, al poner como requisito para la inscripción la entrega de 20 botellas plásticas.  

Me sentí embebido por el reto y me propuse participar en la 5K Yo vivo sin drogas, organizada por la Policía Nacional en varias ciudades ecuatorianas y que se replicó en países como Perú, Argentina, El Salvador, entre otros.

Ese día madrugué sin importar que fuera domingo. A las 07:00 estuve en el punto de partida, junto con los otros cientos de corredores. Sentía la adrenalina en mi cuerpo cuando dieron la señal de salida. Sin embargo, al momento de comenzar la competencia me di cuenta de que mi espíritu solidario y mi deseo de unirme a esta noble causa, eran más fuertes que mi resistencia física.

Pocos metros después del inicio ya estaba cansado. Quienes tenían mucho mejor estado físico y preparación se alejaron rápidamente, dejando rezagados a quienes estábamos llenos de fervor cívico, pero con poca resistencia.

Sin embargo, estar en el “pelotón final” me permitió ver que no todos los que asisten a una 5K lo hacen para competir. Estos eventos, que cada vez son más frecuentes, sirven para que familias o grupos de amigos se reúnan a caminar. En la competencia estaba un padre con sus dos hijas pequeñas montadas en triciclos.

Las niñas, de unos 5 y 7 años, iban sin afanes por el recorrido en las afueras del Parque Samanes, norte de Guayaquil, aprovechando que había custodia policial y de la Autoridad de Tránsito Municipal (ATM). También estaba una mujer con su hija adolescente, quien caminaba cansada mientras su progenitora la animaba entre risas: “¡Vamos, ya casi llegamos!”.

Los más veloces terminaron el trayecto en menos de 10 minutos, los más lentos en media hora. Pero al final lo más importante fue llevar un mensaje social y compartir un momento diferente con los seres queridos. (O)