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En la Casuarina sale un grito: “No he nacido pa’ semilla, nadie es eterno”

En la entrada de la 8, en el noroeste de la urbe, se puede observar la venta de distintos tipos de productos en aceras. Foto: José Morán│El Telégrafo
En la entrada de la 8, en el noroeste de la urbe, se puede observar la venta de distintos tipos de productos en aceras. Foto: José Morán│El Telégrafo
02 de octubre de 2011 - 00:00 - Francisco Santana

Era un poco más de las seis de la mañana del domingo 5 de septiembre de 2010, cuando Luis Hessmer Vargas, en una camioneta Chevrolet, arrolló a más de 20 personas que esperaban en una improvisada parada de bus en la vía Perimetral de Guayaquil.

Ocho murieron instantáneamente y 15 resultaron heridas. Los cuerpos quedaron regados a la altura del Bloque 11 de Bastión Popular, en medio de ropa, zapatos, ollas, maletas y más artículos de sus dueños. Después morirían más hasta llegar a 17.

Entre los fallecidos estaban los niños Rosmery Piguave, de 2 meses de edad; Emily García, de 2 años; Dayanna García, de 3; Nayeli Baque, de 9; Joel Valencia, de 10; y una mujer embarazada, Johanna Salazar Díaz, de 24 años.

La furia se apoderó de algunas personas y ocurrió el caos. Intentaron matar al conductor Hessmer Vargas, quien estaba borracho y se salvó. Después incendiaron la camioneta y un patrullero de la Comisión de Tránsito del Ecuador (CTE). Ahora, muy de vez en cuando, reina el silencio en el lugar.

El sector de la avenida Honorato Vásquez, conocida como Casuarina, o entrada de la línea 8, resalta con su paso cebra. La calle está viva. Los vehículos pasan y el ruido se vuelve insoportable.

Los vigilantes de la CTE intentan contener esa avalancha con sus señas. Tienen que trabajar para controlar a la multitud que se mueve como un solo cuerpo y la masa de carros, cuyos motores rugen semejando un inmenso grupo de fieras a punto de embestir. Son las 07:40 de un martes de septiembre. Lo segundo que destaca es el olor a podrido que envuelve el lugar.

El agua putrefacta rueda por la calle y forma un canal a un costado. En tanto obreros de Puerto Limpio barren la Casuarina con afán. Quizás nadie sabe que casuarina es un árbol oriundo de Australia, muy común en las regiones tropicales. Posee esbeltas y delicadas ramas con hojas que son solamente escamas, semejando etéreos o plumosos pinos. El cuento es que aquí nada es delicado, nada es esbelto.

En una gran depresión del terreno se amontona la basura. El agua sucia cae sobre el lugar y forma un pequeño riachuelo de porquería. Todo se mezcla en una amalgama de inmundicias en donde se zambullen pollos, gatos y perros. De vez en cuando un tipo desciende, se arrima por los arbustos y orina, sin que le  importe la presencia de nadie. Es lo habitual.

Una gata pelea con una gallina e intenta comerse uno de los polluelos. Es una pelea extraña y desigual. La gata está rodeada de sus crías, unos gatos raquíticos que se mueven entre el basural. Esta es apenas una visión más de la Casuarina. Gatos y pollos peleando por sobrevivir. La visión del desencanto en la que resisten los seres humanos. Los buses entran uno detrás de otro.

Sus letreros anuncian su destino. Sergio Toral, Balerio Estacio, Florida, Mercado Pancho Jácome, Tiwintza, Monte Sinaí. Casi todos se detienen frente al comedor Marthita, un lugar sin encanto donde se consigue desayunos y otros platos. El comedor está suspendido sobre algunas cañas enterradas en el canal y azotadas por el sol.

Más adelante está la marisquería El caracol de Nicanor. En un letrero se lee que ahí se puede comprar corvina, sierra, picudo, camarón, concha, cangrejo, pescado de agua dulce, queso, legumbres, frutas, frejol, fritada y hasta embutidos. El polvo ha cubierto las carpas de todos los comercios, ya no se distingue los colores iniciales, apenas quedan rastros de azul y amarillo.

Antes de llegar al comedor Marthita hay unos puestos improvisados, armados sobre triciclos; allí se consigue un bolón de chicharrón a 60 centavos, y encebollado a 50. Los olores se confunden entre basura y comida, entre desperdicios y alimentos.

Desde la Perimetral se observa que la gente baja con el rostro despierto. Las miradas son de alerta. Aquí no hay espacio para gente de boca abierta. La multitud forma una masa compacta y colorida, aunque las caras, en su mayoría, son grises. Nadie sonríe. La parte central o el parterre de la Casuarina está ocupada por un mercado armado con más ganas que ideas. El primer puesto ofrece frutas y verduras, luego viene uno de pollos. Las aves están expuestas libremente, muertas y peladas conservan un llamativo color amarillo.

En el mercado se consigue distintos tipos de carne, chorizos, salchichas, vegetales, productos enlatados y hasta zapatos. Casi todos los que atienden están sentados sobre asientos improvisados, parece que no llevan prisa por nada; ni siquiera se escucha gritos destemplados anunciando los productos. Los comerciantes actúan con la certeza de que más allá no hay alternativas. Aquí la vida. Allá el desierto.

“Arroz, guata y tallarín un dólar”, vocifera una mujer rechoncha. “Lo menos a setenta y cinco”, completa su promoción. Su voz va directo hacia la carpa de la Policía colocada sobre el lado derecho de la entrada a la Casuarina. Una sombra insignificante cobija una moto y a dos uniformados. Uno sostiene una radio pegada a su oreja. La carpa está cubierta de polvo como casi todo. Veinte y tres buses entran en diez minutos, entre pitos y frenadas bruscas hacen volar el polvo hacia los puestos de comida; sin embargo, igual la gente come.

A las 08:40 llega una camioneta con guardias municipales y los puestos de comida desaparecen. El suboficial de la Policía Nacional José González dice que todo está bajo control, que hay personal de civil que hace labores de inteligencia y eso da mayor seguridad. Las tiendas se amontonan a los costados de la Casuarina.

Cada lado de la avenida mide aproximadamente 12 pasos de ancho. A las 10:33, extrañamente, sopla un viento de calma. González dice que unos veinte policías patrullan el sector. Los mayores peligros son los robos. “Usted va pasando y lo van estruchando. Le van jalando el teléfono a aquellos que van confiados. En los buses pasa algo, pero más para el fondo”.

El lugar más difícil de la Perimetral siempre fue la entrada de la 8. “Es el más nombrado y lo toman como punto de referencia. Los accidentes en la vía ya son menos, porque ahora hay más vigilantes”, refiere. Por las dudas, siempre hay una camioneta de la Policía estacionada en la parte izquierda de la Casuarina. A las 07:00 llegan los refuerzos, aunque las horas más complicadas van de las 18:00 hasta las 20:00.

Jaime Carrasco llega a su puesto de trabajo las 06:30 y se va a las 20:00. Vende la libra de pollo a $ 1,25 al menudeo. En julio de 2011 algunos comerciantes fueron desalojados a la fuerza. “Los municipales solo sacaron a los de enfrente”, dice una mujer que acompaña a Carrasco. “A ellos no los dejan trabajar por que se salen mucho afuera (ocupan espacio de la calle). Si los robaburros se van temprano, ellos salen. Si los robaburros están hasta las ocho, ellos no pueden salir hasta las ocho”, dice Carrasco, quien gana un promedio de $ 25 diarios. “Gracias a Dios la delincuencia ha bajado. A las seis de la tarde los policías están como hormigas. Aquí antes no se podía andar porque lo bajaban a uno. Esa nota ya ha cambiado mucho”.

Relata que vive en La Florida y hace seis años tiene ese puesto en el parterre de la Casuarina. Nació en Puerto López, Manabí, es padre de tres hijos y trabaja todos los días. Acepta que no paga impuestos por ocupar la vía pública y colabora con $ 1 para la asociación de comerciantes. “Aquí la vida es dura”, repite con la mirada baja. Más allá, protegidos en un corral, dos de sus hijos juegan mientras su mujer los vigila atentamente.

La Casuarina divide a las cooperativas Fortín y Guerreros del Fortín. “Acá somos guerreros bien templados”, dice Mauro Zambrano. Lanza las palabras, pero no se detiene a charlar.

Muchas mujeres llevan paños y toallas para taparse la nariz y la boca. El sol es una bola de fuego que baja lentamente sobre la frente y las nucas de los transeúntes; a las 17:00 sigue tan fuerte como a las 12:00. Antonio Salvatierra, un tipo flaco de 39 años, cuenta que su hija Roxana de 12 años está internada en el hospital Universitario. Le han practicado cinco operaciones para salvarle la pierna izquierda.

Salvatierra es padre de seis chicos. Roxana está en octavo curso y sufrió un accidente en el colegio. Está alojada en el primer piso, sala 4, cama 11. “En el hospital Ycaza Bustamante me dijeron que le iban a cortar la pierna. Acá me dijeron que se la podían salvar”. Descubrieron que tenía ostiomielitis, un tipo de infección a los huesos causada por hongos o bacterias.

Salvatierra se aguanta como macho el llanto. Es un tipo recio, pero no tiene dinero y suplica por ayuda. El sufrimiento de su hija lo tiene arruinado. “A mí me quitaron el bono porque hicieron un censo y vieron que yo cocinaba para ayudarme”, dice Nelly Ayoví, quien vive al fondo de Elvira Leonor. “Llegó todita esa gente. Yo les dije, mire donde yo vivo. Tengo cinco hijos. Yo necesito el bono. Hay personas que usted las ve bien ‘perrullanas’ y cuando van a cobrar el bono se visten como indigentes”.

A ella le han gritado que es una muerta de hambre, solo para restregarle en el rostro su pobreza. La mujer ya perdió la fe en los seres humanos. Dice que lo que más atrae a los ladrones son los televisores, los tanques de gas y el zinc. Hace un relato espeluznante. “Yo tengo un niño de doce años que lo quisieron violar. Pero gracias a Dios no pasó porque él se defendió. Dice el bebé que pasó una moto y él se logró salir de donde el varón lo tenía y le decía que le haga sexo oral. Eso fue por allá en la Sergio Toral. El niño se me fue de la casa un mes y 17 días. Quedó traumado porque ese varón le había puesto un arma en la cabeza. Alguien tiene que apiadarse de estos niños, que no tienen esperanza de nada”.

Cuatro minutos antes de la 19:00 algunos vendedores informales colocan plásticos y pedazos de tela sobre el asfalto, con eso montan sus puestos. Pero inmediatamente aparecen dos policías metropolitanos y le gritan a una mujer: “Lárgate para allá. Métete en ese hueco donde estabas”. La mujer, quien debe andar por los 60 años, los mira con desprecio y se traga las palabras. Siente la humillación, pero no dice nada. Se sabe en desventaja.

Cuando los policías se marchan detrás de otros comerciantes, la mujer relata que antes empezaba a vender a las 09:00, ahora con suerte lo hace a las 19:00, “cuando los municipales se largan”. “Las autoridades usan el poder, pero no de manera justa. Las autoridades son corruptas”, dice Salustio Concepción Saavedra. “El mundo es redondo y aquí todo se paga. Lo que no pasa en 30 años, pasa en un minuto. Yo no he nacido pa’ semilla. No soy eterno. No van a estar agarrados de la teta para siempre”, reflexiona este manabita nacido en Chone.

Él arma su puesto de trabajo junto a su mujer: un triciclo le sirve para colocar una hielera de plumafón donde guarda botellas de agua, colas y jugos. José Roy, tesorero de la Asociación de Comerciantes de la Casuarina, dice que unas cien personas son desalojadas diariamente por los municipales. Ya están cansadas de la situación y amenazan con medidas extremas por la actitud de los municipales, que solapan a unos y castigan a otros.

Como los cabarets de la zona fueron clausurados, la otra parte de la historia está en los salones. Ahí el vallenato le saca brillo a la noche. La cerveza se vende a 85 centavos y el olor a tripa asada completa la tarea en medio del dantesco panorama de desolación y polvo. A las 21:05 tres tipos se bajan de un auto viejo y orinan al pie de la Perimetral.

Su actitud resume una forma de vida. Unos pasos más allá un televisor reproduce imágenes de una película donde las balas zumban. La camioneta de la Policía sigue estacionada en el mismo sitio donde estuvo todo el día. Adentro dos gendarmes descansan imperturbables.

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