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“Cirujano” de pianos criollos en la capital

“Cirujano” de pianos criollos en la capital
25 de septiembre de 2011 - 00:00

Retumbaba muy cerca el sonido algo descuartizado de un piano. Sonaba un pasillo. Las notas respondían a fuertes golpes que marcaban los tres cuartos en las octavas bajas, mientras en la octava central y una más arriba sonaba la melodía que le hubiera correspondido a la voz de una Carlota Jaramillo o a las del dúo de Gonzalo Benítez y el “Potolo” Valencia.

Del otro lado de un patio interior que capturaba la luz vertical de la media mañana se distinguía un piano sin pianista, pero la música no se había detenido; al entrar, podía comprobarse que en  la habitación había dos pianos y dos pianolas. Cada uno arrimado a cada pared. En el rótulo de la  entrada se leía: “Escuela Taller Huberto Santacruz”. La música dejó de sonar.

Primer día

-¡Hola! ¡Pasa, pasa, bienvenido, mucho gusto, Huberrrto Santacruz Torres, para servirte! -Viene a la mente el nombre del maestro del piano popular, su padre, Huberto Santacruz Carrera-. ¿Quieres escuchar? ¡Ven, ven, nomás!

Es un poco más alto que el quiteño común. Su delgadez está cubierta de ropas flojas y sus brazos, envueltos en una chompa azul, se agitan de acuerdo con los acentos de sus palabras, como si le pusieran puntuación.

-¿Qué tal estas joyitas? -dice, señalando con esos brazos largos a su alrededor. Los dedos ennegrecidos de grasa, las venas de las manos salientes y la muñeca izquierda hinchada-. Yo me considero un médico cirujano de pianos -continúa-,  solo recupero pianos antiguos, esa es mi vocación.

El hombre está detrás de sus anteojos y debajo de uno de sus 14 sombreros. Desde ahí mira inquieto y ríe a cada rato, como los niños que de tan pequeños no pueden albergar en su cuerpo tanto júbilo.

Sobre uno de los instrumentos se distingue un acordeón europeo, oscuro y viejo. Al pie de la ventana que da a El Panecillo, un  sistema de tubos de una pianola, inservible, muestra sus partes casi podridas.

Aunque solo quería aplacar la curiosidad, le digo que he llegado para aprender a tocar piano, y me responde que estoy en el lugar apropiado, que en su taller se hace lo que a uno le gusta hacer en la vida.

-Pero, ¿cuánto me cuesta?
Cincuenta dólares, dice, y se  puede ir cualquier día de la semana. ¿Por cuántas horas?

-¡Las que quieras, pues! Este espacio es tuyo, ven a hacer música, ven a alimentar ese ego de hacer música! -exclama, y suena como una orden-.  A ver, en este que es el papá de todos -señala la pianola negra-, voy a tocar el himno de la casa… ¿Te sabes el Ángel de luz? ¡A ver, cantafff!

Y toca cantar, con la voz perdida debajo del portentoso volumen de un piano forte de 130 años, que Huberto encontró en un garaje, debajo de un montón de neumáticos.  Y al terminar el canto, el hombre se levanta y me envuelve: “¡Venga ese abrazo, carajo, qué lindo guagua! Esto tiene que registrarlo mi mujer en su BlackBerry, para que le suba un video al Facebook… ¡Uta, qué lindo, carajo! ¿Vos tomas? ¡Vamos, vamos a tomarnos unos tequilitas!”.

No hay tiempo para responder ni para objetar, ni ganas de objetar. Los movimientos de su cuerpo llaman y empujan, así que en pocos segundos la puerta del taller está cerrada  y empezamos a transitar la calle de La Ronda, hacia Cumandá, en busca de un par de canelazos de a cincuenta centavos, los “tequilitas” de Huberto Santacruz.

“Maestro, buenas tardes”, le dice una mujer. “¿Cómo le va, vecina?”, contesta Huberto, sin detenerse. “Yo, todos los días, a las cinco de la tarde, salgo para echarme mi ‘tequilita’ -cuenta-. Con eso ya aguanto hasta las seis, seis y media, y me voy a la casa a descansar, porque vengo todas las mañanas tipo siete, siete y media ya al taller. ¿No ves que a esa hora solo se escuchan unos cuantos motores de autos y se puede uno pasar tocando el piano...?”. Pero apenas son las tres y media de la tarde, es muy temprano aún y las ollas de canelazos  no se han parado.

Volvemos, abrimos de nuevo la puerta de vidrio del taller y, al entrar, Huberto mira hacia las paredes, dibuja un semicírculo con el tronco y se toma los brazos como si quisiera impedirles intervenir esta vez: “Esto va en honor a mi padre, Huberto Santacruz”, vocea, en un acto casi declamatorio en el que, subversivamente, se insubordinan  sus brazos y suben a la altura de la fotografía de su padre, que preside el habitáculo. “Yo soy la cuarta generación de músicos: mi abuelo, mi bisabuelo, mis tías abuelas… tocaban a seis manos el piano: mi tío, mi abuelo y mi papá.

Mi abuela Nicolasa decía: ‘Carlitos, hazle tocar al guagua’, y mi papá se ponía a tocar los bajos; ahí creo que él aprendió la base de lo que es el piano. ¡El piano son los bajos!”.

-¿Y cómo son los bajos de un pasillo?

Su mano izquierda se convierte en una especie de molusco que se contorsiona y salta sobre las teclas bajas: dos notas y un silencio, dos acordes y un silencio.

-¡Pero tienes que poner el acorde como es!  -sentencia-. ¡Y, eso sí,  que quede bien claro que yo no quiero entrar en competencia con nadie, yo doy clases más por pasión y por amor que por otra cosa!

El público

-A ver, vamos a jugar un poquito. Sí sabes poner Do, Fa Sol, ¿no? ¡Vamos a hacer musiquita!

Huberto saca de debajo de un pequeño mueble un sintetizador, lo conecta a un amplificador y oprime la tecla Start antes de sentarse frente a la pianola negra Playotone, de 102 años y de fabricación estadounidense. Desde nuestros lugares, vemos que se acerca una niña de unos siete años. Entra lentamente y se apoya en el umbral de la puerta para escuchar, atraída por la sonoridad del piano del maestro. La ternura de su rostro afro, los rizos desarreglados y el empolvado uniforme de la escuela denotan su cansancio después de un día de clases.

Huberto la mira y pregunta: “¿Cómo te llamas, mi amor?”. “Katrina”, le responde ella, con timidez, todavía. “¿Y quisieras aprender a tocar piano? Yo te enseño, diles a tus papis que te traigan para que aprendas conmigo”. La pequeña asiente moviendo su cabecita, permanece ahí y escucha.

-Ya, sígueme: Do, la menor, Fa, Sol, y vuelves... -me dice-. ¡Eh, pero no toques de pie! El piano se enoja si tocas de pie. ¡Siéntate!

Nunca me había divertido tanto tocar “¿Por qué me haces llorar?”, esa rancherita cursi de Juan Gabriel, una de las  más trilladas de las primeras guitarreadas colegiales. Pero nunca había visto a alguien disfrutar tanto de un juego de este tipo, como a Huberto. Sus ojos persiguiendo las manos para dejarlas caer con fuerza sobre las teclas precisas y sobre algunas no tan precisas. “A veces sí se me va por otro camino, ¡pero yo me la sacofff, qué ha sido!”; su satisfacción al terminar la improvisada ejecución, el abrazo...  El tema se reanuda después de que Katrina susurra un “Chao” desde el mismo umbral y se va.

-¡Ya, cuando quieras vienes nomás a aprender, yo te enseño, mija! ¡Chao, nenita!
Huberto agita rápidamente su mano. “Acá siempre entran ángeles, esta casa tiene algo, yo no sé qué, pero acá siempre vienen ángeles”.

25-9-11-cronica-herramientasSegundo día

En las inmediaciones del taller suenan dos violines aún desafinados. Uno de los ejecutantes es Juancho Fajardo, mano derecha de Huberto y profesor  de su taller. El otro es uno de sus alumnos.

Juancho es parte de la primera estudiantina de La Ronda, que ha formado Huberto, y que reúne a 14 músicos jóvenes que preparan cada semana su repertorio para el primer concierto que darán  durante las festividades de independencia, en Cuenca.

Ahora la luz del sol de la tarde entra por la ventana y pinta la madera de los instrumentos, aclara las teclas y se perciben los tonos amarillentos del barniz desgastado. Huberto luce un sombrero diferente, pero viste la misma chompa azul de la víspera.

-¿Puedo practicar los bajos del pasillo que me enseñaste?
-Claro, pues, toca, toca. ¡Vuela!, me responde.

Mientras lo intento, una pareja de desconocidos llega.
-Hola, buenas tardes...
-¡Hola, bienvenidos, pasen, por favor, vengan a conocer el templo de mi padre, esta  casa es de ustedes.

El estadounidense Jonathan Young y  la ecuatoriana Silvana Peralta son esposos. Viven en EE.UU., pero llegaron a Quito de visita, y al pasar por La Ronda se dejaron llamar por el magnetismo sonoro que salía de dentro de esta caja musical que es la escuela-taller Huberto Santacruz. El “cirujano” los atiende como si fuera también un guía de museo, y, de alguna manera, lo es.

Desde el 25 de febrero de 2010, el espacio donde funciona hoy su negocio le fue asignado por la Municipalidad de Quito, con la misión de rescatar esa pianola y dedicar el resto de su tiempo a restaurar pianos. Desde entonces, este templo  es algo así como el hospital de los pianos viejos de la ciudad.

Los rostros de los visitantes se conectan con los muros, se detienen ante las decenas de fotos que muestran esos mismos instrumentos, pero cuando estuvieron completamente destrozados por el abandono, antes de ser intervenidos por las manos de Huberto. Jonathan contempla una foto en la que Huberto toca una harmoneta Honner que, seguramente, también es una reliquia tan valiosa como el acordeón europeo que, ahora sabemos, es de 1942. “¡Y lo recuperé!”, expresa, triunfal.

-¿Y estos ya no se encuentran por aquí, verdad? -pregunto.
-¡Ya no, papá! Le cambio por un departamento y un carro, si quiere, ¿ya? -bromea, con un acento marcadamente quiteño, a pesar de haber nacido en la ciudad guayasense de Milagro.

Esa Playotone fue rescatada de una escuela, en el cerro del Itchimbía. “Tenía tres milímetros de óxido”, recuerda  Huberto e informa a sus nuevos y sorprendidos visitantes, antes de mostrarles su vehemente ejecución de Ángel de luz, como su carta de presentación, como para asegurarse de que quienes lo visitan sean acreedores, minutos después, del  calificativo de ángeles.

Luego, les entrega una copia de sus dos discos con dos temas de su autoría y 19 versiones de baladas, boleros, valses, pasillos, fox incaicos y otros ritmos latinoamericanos, con su autógrafo dirigido a Silvana, no a Jonathan ni a los dos, sino solo a ella, fungiendo de intérprete del caballero y portavoz del detalle. “Aquí,  en vez de servir una copa, yo entrego mi trabajo personalmente”, declara.

La herencia

El hombre interviene la máquina de la Playotone, encaramado sobre la estructura que deja ver los macillos de fieltro y las cuerdas de acero. Me acerco más y veo que su herramienta es un desarmador en cuyo extremo ha adaptado un accesorio que aprieta y afloja las piezas para templar las cuerdas, y entonces me explico  la hinchazón de su muñeca izquierda.

“Yo llegué a tener, más que un padre, un amigo -relata-; a los 8 años me llevó a una hacienda, y yo cabreado, no quería ir, y entramos  a  Latacunga (...), y  le veo a mi papá que empieza a destapar un mueble, ¡era una pianola!”.

Esa fue la primera aproximación a un teclado. Desde entonces, pasó su vida “detrás del telón de su viejo”, porque lo acompañó en sus conciertos por todo el Ecuador, con Lida Uquillas -su “madrina”-, con Carlota Jaramillo y con los Benítez y Valencia, y hasta con la gran dama del cine mexicano,  María Félix.

Nieto del músico Carlos Alberto Santacruz y bisnieto de Camilo Santacruz, también músico; hermano de cinco mujeres y un varón, Huberto Santacruz Torres heredó -según considera- la misión de mantener vigente la música ecuatoriana y de tocarla en pianos de antaño.

“Mi papá era un caballero donde se paraba. Él decía: yo no me llevo nada porque no quiero que los gusanos tengan qué comer (ríe), me enseñó a ser humano. Yo jamás toqué si él no me decía que toque -evoca, mientras se dispone a mostrar uno de los tres álbumes de fotos que ha armado, en los que aparece su progenitor en compañía de figuras de la música y de la cultura popular quiteña, como el actor Ernesto Albán y las hermanas Mendoza Suasti-. Él me entregó al piano y al escenario poco antes de morir -continúa, mientras pasa las páginas-. Yo le despedí a mi viejo, él se fue en mis brazos...”.

Está frente a mí, de espaldas a la ventana del taller. Distingo a duras penas, dentro de la silueta que puedo ver de él, cómo se humedecen sus ojos. Detrás de ella, la Virgen de El Panecillo. Ahora suspende su quebranto abruptamente y cambia de tema:

-¡Llegó mi mujer, mi vida, preciosura, llegó mi dama!
-Hola, “Huber” -le contesta ella.

Paty es su compañera desde hace ocho años, restaura pianos y ahora trabaja en la recuperación de uno  que fue propiedad de su padre.

“Ella valora mucho mi trabajo y es la única que restaura pianos acá, ¡pero la primera mujer en Latinoamérica que supo restaurar pianos era mi vieja!”, aclara. Los dos se miran con complicidad: ella a él, como a un niño travieso. Él a ella, como a una niña mimada. Bromean y no dejan de hablar sobre su  trabajo.

-Ya, mi amor, ¿será que nos grabas un videíto en tu BlackBerry, para que le subas al Facebook?
-Ya, ya, Huber... ¡A ver, toquen!

Concierto y fuga

Primero, “Huber” practica con Juancho, al violín,  el Pasional, El aguacate, algún yaraví. Luego vuelve al himno de la casa...

-Y que cante una personita -me dice, mirando de reojo-, ¡pero suelta la voz y vendrás a practicar!

Al final de la canción, el abrazo se repite.

-¡Ya, ahora sí, vamos!
-¿A dónde?
-¿No te digo? -me mira por encima de sus lentes durante unos segundos y sonríe- ¡Ya son las cinco, pues!

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