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La Generación S

La Generación S
08 de junio de 2014 - 00:00 - Gissela Echeverría Castro / Especial para de7en7

¿Quiénes son?

Divorciados, viudos, solteras, ¿solterones? Solos y solas. Hombres y mujeres de 35 años en adelante, profesionales, con educación de cuarto nivel más o menos; laboral o profesionalmente exitosos, económicamente estables, con sueños e interesantes proyectos de futuro; hombres buenos y caseros, mujeres independientes y atractivas, pero… levantan sospechas, porque están SIN PAREJA.

Ya sea porque se metieron en el tren de los estudios, el desarrollo profesional y la pasión por conocer el mundo y cosechar éxitos; o porque la muerte les arrebató al amor de su vida repentinamente; o porque fueron padres jóvenes y decidieron seguir en la soltería; o porque se casaron en la primera juventud, tuvieron hijos, no fueron tan felices y decidieron que era buena idea dejar de atormentarse la vida. El caso es que quienes pertenecen a la Generación S, forman parte del mercado de los solteros y solteras del mundo. Una tendencia que va en aumento y que en Ecuador se ha hecho notoria también, especialmente en la última década, en la que el número de divorcios se ha incrementado en un 67,8 %, con respecto a los 10 años anteriores.

En la Generación S los hogares son monoparentales o unipersonales. Es decir, son padres y madres que crían a los hijos en medio de sus conflictos con el o la ex, tienen que lidiar con horarios de visitas, discusiones por la custodia, desacuerdos por las pensiones de alimentos, poco tiempo para la vida personal, el ruido interno que produce cada nuevo desengaño amoroso al que se enfrentan, y la esperanza —cada vez más pequeña— de ‘encontrar alguien’ con quien compartir la vida y la cama. Si no se han casado nunca, tienen predilección por la comida rápida, las refrigeradoras vacías, y los hijos de 4 patas que ofrecen amor incondicional y no quitan el sueño.

¿Por qué están solos y solas?

No es que no quieran casarse, o tener una pareja. En el fondo, casi todos y todas conservan el anhelo de encontrar —en algún lugar— alguien en quien apoyarse, con quien soñar, que los haga reír, los abrace al llorar, o les mienta con ternura diciéndoles que todo va a estar bien cuando el miedo les arruga el corazón. Las preguntas que se hacen son: ¿existe esa persona?, ¿hay alguien que quiera lo mismo que yo? Y si existe, ¿dónde está?, ¿cómo lo encuentro? ¿Por qué esos hombres y esas mujeres que parecen querer lo mismo pierden el tiempo inútilmente en relaciones insufribles? ¿Será que pueden encontrarse los buenos con las buenas algún día? El amor también está en crisis y pasa por ‘tiempos líquidos’, a decir de Zigmunt Baumann, es decir se enfrenta a una especie de imposibilidad de establecer relaciones perdurables. Las personas están sujetas a una constante incertidumbre y a la fragilidad de sus vínculos relacionales.

Los hombres tienen más confianza y piensan “seguramente, alguien tendrá que aparecer…”. Las mujeres se lamentan “¡quién me va a querer…!”. Los hombres esperan “alguien que me cuide”, las mujeres “alguien que me ame”. Las mujeres (aunque declaren lo contrario) quieren “alguien que se comprometa y quiera construir un hogar conmigo”; los hombres: “alguien que no me exija compromisos”. Así, el encuentro parece cada vez más imposible.

El amor romántico que proponía un modelo de ser pareja en el que cada uno debía convertirse en todo para el otro ha fracasado de forma estruendosa. Los hombres y mujeres de los tiempos líquidos reclaman espacios de individualidad y relaciones equitativas, que muchas veces no se obtienen por el peso de los modelos aprendidos de nuestros padres. Pero tampoco satisfacen los modelos del ‘amor confluente’ mencionado por Anthony Giddens. Ese en el que florecieron los ‘amigos con derechos’, que proponen derecho a tener sexo, pero sin ningún derecho a reclamo, si se sale enamorado o lastimado. Con tantos inconvenientes, se llega a concluir muchas veces, aquello de que ‘es mejor estar solo que mal acompañado’. Y por un tiempo funciona, pero después de varios intentos, si ‘no llega la persona correcta’, ese estar solo (sin pareja) se vuelve doloroso.

¿Por qué duele la soledad?

La soledad en sí misma no tiene por qué ser dolorosa. Duele cuando equivale a abandono, a aislamiento. Cuando conlleva las ideas de: “soy un fracaso”, ”soy un desastre”, “no hay quien me quiera”, “siempre me va mal”, “no pego una”, “qué hay de malo en mí”, “tengo pésima puntería”, “solo se me pegan los malos o las interesadas”.

Este tipo de pensamientos que, claro, están basados en las experiencias pasadas, producen una sensación de minusvalía y hunden a la persona en sentimientos de tristeza, resentimiento, enojo consigo mismo y un profundo miedo de volver a sufrir, de pasar de nuevo por el engaño, el rechazo o el abandono. Es un cóctel perfecto para la amargura, que envenena, se destila y ahuyenta nuevas personas y nuevas posibilidades.

Estar solo, sin pareja, puede ser una gran oportunidad. Para poner en orden la casa —muchas veces— por primera vez. Para procesar esas historias que no se han cerrado adecuadamente y resolverse a enterrar, de una vez por todas, esos cadáveres románticos que se han quedado flotando en la memoria dolorosa de algo que tuvo principio y tuvo final, pero que ya no es y no forma parte de la vida. La limpieza definitiva de esas historias enquistadas y dolorosas, suele dar paso al alivio y la paz personal. Allí la soledad cobra sentido, se vuelve un espacio de proximidad y enriquecimiento espiritual, así como el lugar donde explota la creatividad y la riqueza del encuentro con uno mismo.

Recién allí uno está en posición de abandonar la idea platónica de que un pedazo del alma anda extraviada, y asumirse como un ser completo, en posibilidad de elegir si realmente quiere encontrarse con alguien para compartir su camino y le aporte valor a su vida, o no.

Gissela Echeverría Castro

• Magíster en Educomunicación y en Terapia Familiar Sistémica.
• Conductora del programa radial ‘Adan sin Eva’, de Radio Sonorama.
• Conferencista y escritora

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