Cada 31 de diciembre se cierra un ciclo. Es un rito de vida-muerte. Se generan nuevos compromisos y desafíos para el siguiente año. Casi nunca, estos surgen del año que está por terminar. Cada año que pasa es un ciclo más de vida. Nuestra visión amerindia del tiempo es una visión cíclica más que lineal.
Si a usted le preguntan dónde se encuentra el futuro, ¿adelante o atrás? Usted, casi con total certeza, lo ubicará adelante suyo. Desde cuando somos niños, nos repiten: siempre hay que mirar hacia adelante.
Sin embargo, no en todas las civilizaciones y culturas el tiempo ha sido representado en forma lineal. Varias culturas andinas sitúan el futuro en la nuca del observador y el pasado frente a nuestros ojos. La explicación que dan es que lo que podemos ver con toda claridad es el pasado. El futuro no lo podemos mirar, el pasado sí.
Sin embargo, la visión cíclica acerca del tiempo fue la original. Esta concepción se inspiró en la experiencia del hombre luego de observar el día y la noche, las estaciones, la repetición y frecuencia de los períodos grandes de sequía o de lluvias.
En el imaginario colectivo, creemos que podemos modificar mágicamente el tiempo. Si queremos viajar, la noche del 31, salimos a correr con una maleta alrededor de la manzana; si queremos tener éxito en el amor, vestimos interiores rojos; si queremos desaparecer todo lo malo del pasado, quemamos un “año viejo” o monigote.
Definir el tiempo ha sido un problema filosófico con diferentes respuestas, desde Platón hasta nuestros días. San Agustín decía que si nadie le pregunta qué es el tiempo, él sabía definirlo, pero cuando trataba de explicar, le resultaba imposible.
En esta visión cíclica que tenemos, el pasado no será una imagen estática, porque siempre será el presente el lente con el que miraremos nuestros recuerdos, álbumes de fotos, la música en casetes ya desaparecidos... (O)
