Hoy más que nunca antes en la historia los ciudadanos somos más conscientes de nuestros derechos y, por lo tanto, sabemos que podemos exigirlos sobre todo frente al Estado cuyo deber es garantizarlos para hacerlos realidad; el nivel de expectativas ha subido velozmente.
A la par, disponemos de múltiples mecanismos para enterarnos al instante de lo que pasa no solo en el propio país sino en el mundo, somos seres inundados por la información, lo que nos demanda cada vez más un espíritu crítico. La inseguridad y la incertidumbre rondan cada espacio en donde la vida transcurre.
El Estado está en aprietos, con mayores responsabilidades requiere adoptar un nuevo modelo y más herramientas para ser eficiente, demanda ingentes recursos económicos y, por ende, lo más temido por la sociedad: necesita un poder mayor con las correspondientes capacidades de acción. ¡Vaya paradoja del mundo actual!
Mareas de ciudadanos se movilizan en grandes capitales del orbe, usualmente protestan contra abusos del poder oficial cuando niega derechos y reivindicaciones sociales por someterse a condiciones del capital o a intereses de grupos; mientras que la temática expansiva de los derechos y la necesidad de garantizarlos cala cada vez más hondo en los sistemas políticos e instituciones, pero no puede hacerse realidad sin una organización estatal de nuevo cuño, poderosa y ampulosa. La regla minimalista “menos es más” no funciona en este campo.
Ante estas circunstancias el Estado es imprescindible, pero no hablo de cualquier Estado, tiene que ser uno democrático y sometido a normas jurídicas, para que responda efectivamente a los retos presentes, dotado de institucionalidad justificada para servir y afirmar derechos, transparente, con justicia independiente y de vanguardia para que los jueces decidan sin temores ni ataduras, y con ciudadanos educados, cívicos e involucrados, todo sobre la base de una economía sana, inclusiva y equitativa. (O)
