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El Telégrafo
Juan Carlos Morales

Un provinciano en Quito

10 de diciembre de 2020 - 00:00

La primera ocasión que encontré a Quito fue tras el velo de una habitación de estudiante en la calle Pereira, recién llegado de Ibarra. Tenía el privilegio de una vista espléndida: una pared blanquísima que dejaba adivinar las cúpulas de Santo Domingo. Y allí, los olores de las calles y las vivencias: las rockolas donde los amores náufragos no se parecían a esas evocaciones de César Dávila Andrade que conversaba en los lupanares para escribir Boletín y Elegía de las Mitas: “Y a un Cristo, adrede, tam trujeron, / entre lanzas, banderas y caballos”.

El Centro Histórico era visto como un espacio envuelto en una neblina de marginalidad pero también de una historia cotidiana que se construía más allá de sus callejuelas y monumentos. Había que ir por la calle Sucre, para saborear el chocolate espumoso y el pan de Ambato, pero también para encontrarse con la mítica Casa Azul donde el Mariscal de Ayacucho, Antonio José de Sucre, había construido un sueño imposible antes de que las balas de la infamia lo derribaran en Berruecos.

Era una experiencia inmensa ascender por la gradas de la calle Mideros para –como en el poema- encontrar un huequito para mirar a Quito. De allí hasta San Francisco, para saber que Cantuña se salvó por una piedra que los diablillos no alcanzaron a colocar en el prodigioso atrio. Pero más allá, las calles por donde el levantisco Padre Almeida dejó pasmado al Cristo que lo esperaba en San Diego, contemplando la escalera.

En la laberíntica urbe, conocer de las almas en pena que se escabullían para amansar, tal es la palabra, a los chullas quiteños que se escapaban al fandango, al igual que hacían sus mayores desde tiempos antiquísimos. Y allí, la Plaza Grande, donde en una ocasión el poeta Fakir se sacó la leva para colocarle a un pordiosero friolento como si hubiera salido de uno de sus textos: “Cierta vez uno un niño que fue guiado por una virgen / el niño tenía entonces un oscuro remiendo en forma de ala / que de noche le llevaba en desquite hacia los ángeles”, escribió Dávila Andrade nacido en la bella Cuenca. (O)

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