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El Telégrafo
Juan Francisco Román

Un monstruo dentro de mí

31 de agosto de 2021 - 00:00

Esta vez me voy a sacar el terno, la corbata, botaré por un momento el título de abogado y dejaré que esta editorial, encarnadamente me reconozca como lo que soy, lo que somos. Un ser humano de carne y hueso, con yagas, espinas, ideales y errores.

La vida es el camino, el único que recorremos, y como en toda expedición hacia un objetivo, una cumbre, un tope, nos encontramos con caídas, golpes, montañas que trepar, a la final, todos iremos al mismo hueco, y encontraremos el mismo destino, el final, la muerte.

Pero cuando comenzamos, alguien nos enseña. Enseñar, que verbo tan maravilloso y tenebroso a la vez. En ese aprendizaje vamos recogiendo rosas, agua y comida que alimentan el alma y forman algo que todos mantenemos, un criterio sobre algo, sobre todo, sobre nosotros. Y así, nos formamos como ciudadanos, como personas, con ideas implantadas en lo más profundo de nuestra mente. Esas ideas comienzan a enyesarse, y a veces son inamovibles. Entonces, convivimos con el mundo real a la edad que la vida nos ponga y nos relacionarnos.

Entonces, cuando salimos de la caverna más profunda llamada hogar, donde las ideas y los pensamientos que aparentemente son los correctos se topan con la inmensidad de otros seres que salen de sus cavernas también. Ahí, es entonces, cuando comenzamos a discutir.

Y sí, discutimos por todo, es que esas ideas fundamentales, incrustadas en nuestro cerebro se han impregnado tanto, a tal nivel, que no podemos concebir como para otros, esas ideas son incorrectas. El machismo, el clasismo, el racismo, esos canceres que nos fueron implementados que han estado ahí, merodeando y alimentándose en las fuentes enormes de la ignorancia, siguen vivas, persistentes.

En la sociedad podemos encontrar entonces a los ángeles y los demonios, esas figuras públicas que nos están repitiendo que hacer y, nosotros, elegimos escuchar tal o cual comentario y subirnos en estas hordas de personas que conciben la vida como nosotros, sin juzgarnos, porque pensamos igual, pero al subirnos, sin verlo, estamos dejando afuera a otros, a los distintos, a los que no piensan igual.

Me ha pasado, lo he sentido, y lo sigo haciendo. En cada página de historia que leo, en cada autor, en cada suceso cotidiano, conozco y reconozco que me conozco menos, pues no soy quién fui ayer y no puedo determinar quién seré mañana. Ese autorreconocimiento estresante de no poder concluir que algo es permanentemente lo correcto, es algo bueno, pero también limita la interacción, pues al más conocer, menos cercano voy a tener a los que por ahora me rodean ¿No les ha pasado? Miren un poco hace unos años y recuerden cuantos estaban a su lado y ahora, que los regresan a ver, con la misma actitud y pensamiento, puede decir que ya no lo soportarían a su lado. El cambio constante del ser humano es algo maravilloso, pero también nos recuerda que hemos herido, hemos hecho daño, por ese desconocimiento y la cimentación con la cual fuimos creado y criados.

Una práctica única es hablar con un niño. Sin filtro sueltan la verdad y no le temen a la ignorancia, se sientan pacientemente a seguir descubriendo y aceptando que no saben, que no conocen y reciben la información que bien podamos darles, sin chistar palabra, sin discutir, sin interrogarse. Somos responsables de la información que ponemos ahí, tan peligroso que, si alguien tiene una idea retrograda de como tratar a una mujer, a un animal, a sus pares, entonces estaremos creando un nuevo monstruo.

De las tantas noches que me siento, en silencio profundo a reflexionar y planificar la semana, anoto, todos los días que me falta para estar bien, sin lesionar. Espeluznante reflexión que solo me recuerda, una y otra vez que aún persisten esas ideas irrenunciables que imponer sin escuchar, de decir sin conocer, de obligar sin retroceder.

Miro a la televisión y me espeluzno más, mucho más, pues hay miles de personas con el suficiente poder de ampliación de sus ideas tan cerradas e ilógicas que convencen a miles, a millares. Es un mundo cruel y aún los crueles mantienen el megáfono social.

La información es un tesoro pasado por centurias entre los seres humanos y solo falta de una vez que se repita mal, para que todo el mensaje se trastorne en un objetivo malévolo. Cuantas veces escuchamos de pequeños repetir esta temerosa frase “si no le pago para conseguir esto, entonces no como” Y así la corrupción ha visto campo fértil en la necesidad, para mantenerse incrustada en nuestras almas, pero más aún, la normalización de la injusticia, el machismo, el clasismo, el racismo (si, lo repetí de nuevo, quiero que quede claro).

Es momento de volvernos a reflexionar y pensar, a preguntar y analizar, a leer y contrastar, a tener criterio y pedir perdón. Sí, aunque cueste, aunque duela, pedir perdón cuantas veces sea necesario. Esa obligación la tenemos nosotros, el Estado, la sociedad. El valor del perdón enaltece al ser humano en construcción.

Vivimos en tiempos caóticos y necesitados de perdón, esto es una necesidad imperante, urgente para volver a ser lo que nunca hemos sido. Una nación conformada de personas dispuestas a aceptar el perdón y seguir un rumbo común.

No pierdan nunca la oportunidad de merecer a quién les enseña el camino correcto, en casa, en pareja, en público y privado. Yo tuve una gran maestra que me sacó de la cueva, espero que esté bien, que siempre esté bien.

Gracias, perdón y hasta siempre, T.

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