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El Telégrafo
Ximena Ortiz Crespo

Ser diferente

30 de enero de 2021 - 00:00

Dice mi amiga Catalina: Siempre me he preguntado si ese enamorado que tuve a los veinte tenía dificultades para aprender. Es probable que sí. Odiaba el colegio, y yo tuve que hacer lo imposible para que se gradúe en la nocturna. Mientras tanto mi madre cuestionaba mi gusto cuando me decía: “Pero hijita, tú eres tan inteligente, tú sabes más cosas que él, estás avanzando en la vida, y él no lo hace. Parece que no tiene ambiciones. Son tan diferentes ustedes”.

Dice mi amiga Elena: En una ocasión conocí a una pareja. Él, un abogado impresionantemente exitoso; ella, su apoyo más importante. Capté por las conversaciones que tuve con ellos que su historia romántica estaba permeada por la dificultad de que él aplazaba el graduarse cuando eran novios y que ella se escapaba de la casa para ayudarle a estudiar. Los padres de ella habían dicho que no permitirían que se casen a no ser que él tuviera su título universitario. Lo cierto es que ella le ayudó. También es cierto que él no lee ni escribe. Todo lo que aprendió de leyes se lo memorizó. Alguien le lee. Él dicta.

Dice María, mi colega: Un día mi compañera profesora Elizabeth, mientras nuestros alumnos jugaban en la cancha, señaló a uno de ellos y mencionó: “Es claro que este niño tiene un problema relacionado con el autismo, ¿no es cierto?”. Y yo, sin caer en cuenta de la importancia de su pregunta, respondí “¿por qué?”, y ella me dijo: “Mira cómo camina, lo hace sobre las puntas de los pies”. Elizabeth podía diferenciar niños con habilidades diferentes. Se lo habían enseñado en la Facultad de Educación.

Dice Thea, otra de mis colegas: Yo ya había captado que no podía tratar a todos mis alumnos de la misma manera cuando Carlos vino a mi clase de Ciencias Sociales en octavo de básica. Todos sus compañeros me pedían que le hiciera contestar preguntas sobre las capitales de los países del mundo, o sobre fechas o lugares geográficos. No fallaba nunca. Tenía una inteligencia diferente. Y cuando ya habíamos cobrado confianza en la clase, mientras hablábamos de las actividades de las mamás, se refirió a la suya diciendo: “La mía se pasa hablando de los demás”. Todos nos quedamos secos. Casi seguro que era verdad, igual que era probable que este niño, que nunca había sido diagnosticado con Asperger, lo tuviera por su franqueza abrupta y esa memoria fotográfica.

Dice Carlita, otra admirada colega: En el año de graduación, uno de mis alumnos me propuso ser su tutora. Como sabía de su inteligencia, me sentí muy honrada en dirigir su trabajo. Lejos estaba de mí saber que no iba a asistir a sus citas semanales de supervisión de tesis. Siempre tenía un pretexto para escabullirse de ellas. Nunca dejó de entregar los capítulos de su ensayo, hizo una investigación muy valiosa, pero no se reunió conmigo como estaba planificado. Tuve que ser flexible y entender.

Y esta es mi experiencia: Recuerdo particularmente a dos de mis preciosas alumnas que llegaron a décimo –grado en el que debíamos llegar a tareas de mayor sofisticación–. El colegio capacitaba de forma continua a los profesores y tenía vocación para ayudar a los chicos diferentes. La consigna fue apoyarlos con atención personalizada, clases especiales, tareas en casa en las que otra persona debía leer para ellos, y permitirles hacer presentaciones en lugar de ensayos escritos. Las estudiantes en cuestión eran disléxicas; con facilidad entendían lo que la otra escribía; la una tenía habilidades para el modelaje, la otra para las relaciones públicas. Ambas se beneficiaron de modificaciones como tiempo adicional en los exámenes y software para convertir texto a voz. Sus padres y maestros tenían grandes expectativas para ellas y les apoyaron siempre. Están ya graduadas en universidades en las que también les brindaron ayuda.

Dice una de ellas al cabo de años: “Aprendí a contestar en el colegio cada vez que alguien se enteraba de mis diferencias de aprendizaje y me decía: ‘Pero pareces tan inteligente’. Le contestaba: ‘Tener una diferencia no es ser estúpida’”. Y añade: “No significa que no puedas aprender. Simplemente significa que no te han enseñado de una manera en la que puedas entender”. Esto ocurre cuando los profesores y las instituciones educativas no se ponen en los zapatos de los estudiantes. Porque, por ejemplo, el estudiante con dislexia mira unas letras que bailan cuando trata de leer, no puede prestar atención suficiente, cree que nunca pasará de año.

Los maestros que consideran a sus estudiantes tontos o lentos no se han enterado de que las personas con habilidades especiales son perfectamente capaces y con coeficientes normales de inteligencia. Por ello, los educadores tienen la responsabilidad de formarse continuamente sobre las necesidades cognitivas de sus estudiantes para lidiar con las diferencias de aprendizaje y poder dar la atención adicional a los individuos que la necesitan.

Las investigaciones pedagógicas muestran que los estudiantes con necesidades especiales experimentan temor por las dificultades escolares que atraviesan y tienden a tener niveles más altos de preocupación, depresión, soledad y baja autoestima que sus compañeros. Por ello, el apoyo que reciben de la escuela y de sus padres son claves para desarrollarse a plenitud. Es indispensable que las instituciones educativas tengan departamentos enteros dedicados a orientar a profesores y padres de familia.

Pero la realidad es que los estudiantes diferentes –conocidos también como con discapacidades invisibles–, si han tenido la suerte de recibir apoyo en su vida escolar, todavía están lejos de encontrar universidades que, en el Ecuador, puedan atender sus necesidades. El sistema de educación superior todavía no ha creado las políticas para que las instituciones académicas brinden servicios especializados a estudiantes que tienen déficits de atención, auditivos o visuales, discalculia, disgrafia o trastornos del espectro autista. Solo cuando lo haga tendrá todos los parámetros para medir la calidad de las universidades.

El estigma asociado a las diferencias existe y los estudiantes demandan mayor apoyo. Se conoce que en el caso de los Estados Unidos al menos un 10% de los estudiantes tienen diferencias de aprendizaje, y es probable que ese porcentaje sea mayor en el Ecuador. El artículo 47 de la Constitución señala que el Estado garantizará políticas, procurará equiparación de oportunidades e integrará a estudiantes con necesidades especiales por medio de programas diseñados para ellos. Pero deja de lado los impedimentos enormes para el acceso a la universidad de este tipo de estudiantes.

Laura A. Schifter, doctora en Educación y profesora de posgrado de la Facultad de Educación de la Universidad de Harvard, narra su experiencia como persona disléxica y la de otros en el libro ¿Cómo llegaste hasta aquí?: estudiantes con discapacidades y sus experiencias en Harvard. En este subraya la necesidad de que las universidades creen programas que atiendan las diferencias de aprendizaje y brinden asesoramiento para facilitar las adaptaciones académicas de los estudiantes. La misión de programas como estos es identificar y reducir las barreras existentes en el medio universitario y cambiar la actitud de los profesores para propiciar el éxito de los estudiantes con habilidades diferentes.

La educación que logra resultados, dice el PhD Todd V. Fletcher –en su Plan de acción para alcanzar una educación para todos–, es la que permite el acceso y la participación a todos los estudiantes; es una educación que se plantea mucho más que ubicarlos en el salón de clases o exponerlos al currículum diseñado para los estudiantes estándar. Esta educación incluyente se fundamenta en el conocimiento de que no hay alumnos típicos, y se basa en los antecedentes, experiencias y estilos de aprender de cada uno de ellos. Otro educador, Ignacio Estrada, subraya: “Si un estudiante no puede aprender de la forma en que enseñamos, tal vez deberíamos enseñar de la forma en que aprende”.

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