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El Telégrafo
 Juan Carlos Morales. Escritor y periodista ecuatoriano

Quito, ciudad eterna

20 de julio de 2017 - 00:00

Al hombre que transita por tierras selváticas le acomete el deseo de una ciudad, nos dice Ítalo Calvino, en el libro Las ciudades invisibles. Desde sus orígenes, las polis son míticas. Oswaldo Soriano decía que Borges -tal vez alejado por su temprana ceguera- se había inventado una Buenos Aires exaltante y épica que nunca existió. “Cortázar, en cambio, necesitaba asomarse al sucio Riachuelo que Borges había mistificado en poemas y cuentos donde los imaginarios compadritos del arrabal asumían un destino de tragedia griega”.

Borges en sus poemas sobre ese entorno de casas con patio, parras, aljibes y viejas conversaciones nos dice: “En busca de la tarde / fui apurando en vano las calles. / Ya estaban los zaguanes entorpecidos de sombra…”. Esto saco a colación porque, en estos días, nuevamente Quito está nominada como destino de Sudamérica. La ‘Florencia de los Andes’ la nombró hace algún tiempo la revista National Geographic, con todo y su gallito de la Catedral, con sus campanas y quebradas que evocan antiguas cartografías sagradas en los montes que aún esconden ritos del Sol y la Luna.

Pienso en ese libro de Remigio Romero y Cordero titulado La Quiteida (si otros tuvieron La Eneida, ¿por qué nosotros no tener unos versos escritos en acero?). Está el mito de Quitumbe, que probablemente dio el nombre de Quito, según refiere Darío Guevara. Está el recuerdo de los grafitis de finales del siglo XX: ‘Quito: patrimonio de la soledad’ o ‘Quito: un panteón entre montañas’, con todo y ‘Torera’. Cada uno tendrá sus propias miradas de esta ciudad con una virgen alada que vigila, porque es como una sierpe de fragores que se extiende desde Carapungo (puerta de cuero en kichwa) a Guamaní (guamán significa gavilán), sube a las faldas del Pichincha y se pierde en la niebla de Guápulo.

La primera ocasión que encontré a Quito fue tras el velo de una habitación de estudiante en la calle Pereira. Tenía el privilegio de una vista espléndida: una pared blanquísima que dejaba adivinar las cúpulas de Santo Domingo. Y allí, los olores de las calles y las vivencias: las rocolas donde los amores náufragos se parecían a esas evocaciones de César Dávila Andrade que conversaba en los lupanares para escribir Boletín y Elegía de las Mitas: “Y a un Cristo, adrede, tam trujeron, / entre lanzas, banderas y caballos”. Cuentan que una noche, el Fakir se sacó su leva para colocarle a un mendigo, los dos ateridos de frío.

El Centro Histórico era visto como un espacio envuelto en una neblina de marginalidad, pero también de una historia cotidiana que se construía más allá de sus callejuelas y monumentos. Ahora, es un lugar también de turismo, como La Ronda, una de las calles más lindas del orbe.

Es una experiencia inmensa ascender por las gradas de la calle Mideros para, como en el poema, encontrar un huequito para mirar a Quito. De allí hasta San Francisco, para saber que Cantuña se salvó por una piedra que los diablillos no alcanzaron a colocar en el prodigioso atrio. Además del díscolo padre Almeida en busca de fandangos.

Me quedo con el libro Quito eterno de fray Agustín Moreno. Quizá la ciudad ya es otra. (O)

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