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Conocí al Taita en una ceremonia andina de iniciación espiritual. Era un respetable sesentón y todavía es conocido en los círculos de sanación como un maestro, un ser iluminado. Yo aguardaba expectante: ¿aquella ceremonia y el Taita darían respuesta a las múltiples inquietudes existenciales que tenía a mis 20 años?
Después de la ceremonia, me retiré apresurada y exhausta. A escasas cuadras de la casa del Taita, lugar donde se desarrolló la ceremonia, caí en cuenta que había olvidado mi monedero y no podía tomar el bus. Deshice el camino, regresé a la casa del Taita y él me abrió la puerta. Nadie más estaba ahí:
-Maestro, por favor, olvidé aquí mi monedero, le dije tímidamente.
-Pasa, búscalo tú misma, me contestó con indiferencia.
Crucé el umbral de la casa y un escalofrío me recorrió el cuerpo. De imprevisto, el Taita se me acercó y puso una mano alrededor de mi espalda. Retrocedí y, todavía cansada por mi participación en la ceremonia, corrí con torpeza para escapar.
-¿Por qué te escondes?, vociferaba mientras me buscaba, ¿no sueñas con ser mi esclava sexual?
-Te voy a denunciar con la policía-respondí desde un improvisado escondite en el descanso de una escalinata que llevaba a un segundo piso.
El Taita, fuera de sí, jadeaba como una fiera en celo:
-¿Quién te va a creer si tú no eres nadie?-dijo, mientras reía con carcajadas demenciales.
En medio de mi confusión, alcancé a ver que el Taita había dejado colgada la llave en la cerradura de la puerta. En completo silencio, sin siquiera respirar, me deslicé hasta ahí. Eran unos pocos metros los que me separaban de la ansiada salida. Pero parecía que transcurría una eternidad mientras los recorría. Cuando por fin llegué, giré la llave, abrí la puerta que crujió secamente y corrí sin mirar atrás. Nunca más regresé a aquel espacio sagrado.
Han transcurrido 20 años desde aquel día. Él sigue organizando ceremonias y vendiéndose como un ser fuera de este mundo; algunas jovencitas, hijas de conocidas mías que asisten a las ceremonias del Taita, me lo cuentan maravilladas. Muchas veces he tenido ganas de decirles que detrás del sabio maestro se esconde un monstruo capaz de usar miles de máscaras. Pero, ¿quién me creería? Yo no soy nadie.