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El Telégrafo
Sebastián Vallejo

¿Por quién doblan las campanas?

20 de noviembre de 2015 - 00:00

El jueves pasado, un terrorista suicida del Estado Islámico (EI) detonó sus explosivos en un barrio al sur de Beirut. Mató a 45 personas. La noche siguiente, los medios se estremecían con los ataques de militantes del Estado Islámico en París. En este punto importa poco si pusiste en Facebook tu bandera de Francia o criticaste a quién no la puso por Siria, o por Líbano, o por Palestina, o por Nigeria, o por Chad, o por el avión ruso, o cualquier otra consecuencia de esta magnífica cloaca que es el mundo. Al final, la “muerte de cualquier hombre nos disminuye, porque estamos todos ligados a la humanidad”.

Si todavía piensas que practicar el islam o ser musulmán te convierte inherentemente en un potencial terrorista, en una amenaza de seguridad, en un militante o en un fanático, entonces eres parte del problema. Y esta vaga interpretación del contexto en que se dan los conflictos en Medio Oriente responde a nuestra recepción incuestionada de la información que nos alimentan los medios. Ese doble rasero, donde Beirut es una ‘zona de guerra’ y París es una ciudad. Es un argumento fácil y falaz. Todos los atentados terroristas, todos los atentados suicidas son perpetuados por musulmanes, debe ser un ‘problema musulmán’ o de ‘extremistas religiosos’.

Pero eso no explica los atentados terroristas llevados a cabo por grupos no religiosos (i.e. Tigres de Tamil en Sri Lanka e India); tampoco explica por qué la mayoría de los terroristas suicidas no son religiosos (es más, en su mayoría suelen ser ingenieros). Es que hablamos de una religión de 1,5 mil millones de personas. Y generalizamos de las excepciones. Turquía, Indonesia, Malasia, Bangladesh, tienen todos una mayoría musulmana, todos leyendo el mismo texto religioso, que habla tanto de paz y de guerra como, por ejemplo, la Biblia. Ningún grupo terrorista.

El mundo musulmán se ve reducido al puñado que están dispuestos a mostrarnos. Nos abstraemos del mundo que nos llega por la pantalla y creemos que hay una diferencia fundamental entre ellos y nosotros. Nunca nos detenemos a pensar bajo qué condiciones alguien está dispuesto a dejar su cotidianidad por tomar un rifle y matar a gente. Las condiciones no son justificaciones. Es un crimen, una desvalorización de la vida, y debe ser castigado.

Pero no nos olvidemos de que no existía el EI antes del 11 de septiembre. Es más, no olvidemos que no existía Al-Qaeda en Irak hasta que Estados Unidos y Gran Bretaña lo invadieron. En 2011, Bashar al-Assad, presidente de Siria, inició una ola de violencia contra civiles que salieron a protestar como resultado de la ‘Primavera Árabe’. Esto eventualmente desencadenó una guerra civil, donde la oposición estaba respaldada y financiada por EE.UU. y sus aliados, quienes explotaron la existencia del EI para ejercer presión sobre Siria.

La estrategia falló cuando el EI comenzó a decapitar a occidentales. Entonces la solución fue financiar otros grupos que luchaban contra el EI, por ejemplo, el frente Nusra, un grupo perteneciente a -y que no se escape la ironía- Al-Qaeda. La solución no parece estar en seguir creando caos, ni en las manos de quienes incubaron el virus inicialmente.  En este enredo, esa ‘zona de guerra’ son pueblos, son ciudades, al igual que París, pintorescas y comunitarias, pero devastadas por la necesidad y la incertidumbre, donde las víctimas, al igual que las de París, son producto de la mente deshumanizada de un estratega en una oficina, en una capital, distante de la realidad.

La tragedia de unos es la tragedia de todos. “La muerte de cualquier hombre me disminuye porque estoy ligado a la humanidad; por consiguiente, nunca hagas preguntar por quién doblan las campanas: doblan por ti”. (O)

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