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El Telégrafo
Sebastián Vallejo

Nuestra política feudal

19 de septiembre de 2018 - 00:00

Desde las disputas con y dentro del CPCCS, hasta el nuevo escándalo de los “diezmos” cobrados por asambleístas, pasando por lo propio que dejó el desmantelamiento de Alianza PAIS, lo que tenemos en Ecuador es una idiosincrasia de lo público y lo político bastante tergiversada. Y no es un problema de la clase política. Los escándalos podrán haber cambiado de actores, contextos, y montos, pero la dinámica es casi una institución dentro del sistema. Un sistema donde la mayoría de servidores públicos, electos o no, ven a sus designaciones más desde lo político que desde el servicio.

No me engaño: en todo ámbito del servicio público hay mucho de política. Hay una política de partido, hay una política de negociación, hay una política electoral, y hay una política del mensaje. Pero eso es únicamente una parte del poder político. Es la parte que busca consolidar alianzas, devolver favores (políticos) y afianzar posiciones. Un elemento que sirve para llevar adelante una visión de país o ejecutar una política pública. La política, al final, es una herramienta del servicio público, que sirve para coordinar una comunidad con tantas preferencias como miembros. 

La otra parte del servicio público es el servicio. Es avanzar esa visión de país, ejecutar esa política pública, guiados por el servicio “al público” y administrando “lo público”. Énfasis en “lo público”. Sin embargo, y a pesar de existir matices y grados, la práctica institucionalizada dentro del sistema político es la de hacer política por la política misma. Es decir, es utilizar la herramienta política para la consolidación del poder “del puesto”. Tenemos servidores públicos que hacen política únicamente.  En ese enfoque exclusivo por expandir o defender el metro cuadrado de poder están los abusos y las paranoias. Los servidores públicos son señores y señoras feudales de sus puestos. Desde ahí la “cosa pública” pierde su sentido de “lo público”. Los bienes del Estado, en otras palabras, nuestros bienes, pasan a ser propiedad del político de turno.

El servicio público se convierte en un monstruo de mil cabezas: en el de la corrupción, el del abuso de poder, el que cobra “diezmos”, el que adula al individuo-líder, el que no trabaja. 

La política no es mala. La política por la política misma es mala. La política sin un sentido de país es mala. La política sin espíritu de servicio es eso: una lucha feudal por espacios de poder. Es obligación nuestra como ciudadanos exigir menos “buenos políticos” y más y mejores servidores públicos. (O)  

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