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Atravesando dos cadenas montañosas y muchos ríos, donde en el aire revolea un ave de inmensas alas, el viajero llega a la ciudad del puerto. Tiene casas de madera y balcones de colores y el dialecto de su gente es rápido, como el relámpago. En estos días aciagos, Guayaquil nos devuelve la nostalgia de su río.
¿Qué puedo hacer? Volver a los poetas y al fulgor de esa ciudad querida. Hace tiempo pedí a Augusto Rodríguez que hiciera una antología de la urbe que nos pertenece a todos los ecuatorianos, porque es nuestro espejo.
Solange Rodríguez dice: “Ciudad desdibujada, cara y cruz de suerte / Cuerda y delirante, según sea descrita…”. Fernando Cazón Vera clama: “Cuando llegué a la redonda floración del naranjo / y un río de anchas voces me devolvió el trimestre, / recogieron mi amor tus manos de madera / y hallé en tu nueva altura de líneas levantadas / el recuerdo apacible de una infancia de caña”. El irreverente Fernando Nieto Cadena escribe: “Deambulando nomás sobre este puerto / esta ciudad donde mi amigo, mi bróder, mi compañero / quiso vender tarjetas en la iglesia y le dijeron que no…”.
Augusto Rodríguez: “Hablo de aquella edad que nos otorga / la sensación de verse en un mundo inmediato, / la ciudad que nos llama / en los mismos lugares, / en las mismas penumbras…”. En su guía Miguel Antonio Chávez exclama: “Guayaquil es una galleta con olor a mangle que vive entre las fauces de su golfo homónimo”. Y la voz viva de Carolina Patiño: “Mi estero y sus sirenas me saludan / y se entrelazan entre los manglares, / me guiñan el ojo en un coqueteo sutil”.
Y, claro, también la voz de Rafael Díaz Icaza: “Cuando te conocí / corrías persiguiendo al carricoche / de Chile para el sur / con trenzas y con faldas. Doncellita / no te vi más así / pero tú eras la misma, Guayaquil, chiquilla vieja”. Eduardo Morán: “Guayaquil frenética corre, vuela, estalla. / ¿Habrá quien le ponga un hasta aquí?”. Y algo mío: “Guayaquil: / por el manso río / viaja sin rumbo / el último pirata”. (O)
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