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El Telégrafo
 Juan Carlos Morales. Escritor y periodista ecuatoriano

Máscaras de carnaval

06 de febrero de 2016 - 00:00

La celebración del carnaval, como el mundo, es diversa. Tras los famosos de Río de Janeiro (por cierto para quien puede acceder al Sambódromo) o de Venecia, se esconden las máscaras. También, aunque en menor grado, en nuestro país que vive un momento de transición entre el juego con agua, al que erróneamente se ha realizado una cruzada para ‘culturizarlo’ hacia un turismo que, como buena invención de la época industrial, a veces está vaciado de contenido.

Debe ser por eso que en los antiguos carnavales -los que eran con mojada- permitían la oportunidad para acercarse entre vecinos. Todo estaba permitido, como arrastrar a la más quejumbrosa hasta un tanque de agua y después acudir a lo que se llamaba la ‘secada’, que no era otra cosa que el ‘canelazo’ y, si era posible, algún baile. Porque de eso se trata precisamente los orígenes de estas festividades, hace más de cinco milenios, cuando los sumerios no distinguían entre amos y esclavos y en sus bacanales, como se llamaban, todo estaba permitido, hasta que llegó la Iglesia para poner su huella y adaptarla a su ritualidad, previamente al ayuno de la Cuaresma. Entonces la fiesta de la carne tuvo su límite, el Miércoles de Ceniza, donde recuerdan -a quienes se ponen la cruz- que polvo eres y en polvo te convertirás.

Al inicio, cuentan los abuelos, el carnaval era con globitos perfumados antes de que aparecieran las temibles bombas marca Zaruma, que dejaban moretones. Ahora la época de carnaval, hará diez años, está enfocado más en el turismo. Y, claro, aparecen las máscaras como sustento, por ejemplo, de algunas festividades indígenas que son como un adelanto de la fiesta de solsticio de junio. Es curioso, la casi extinción del juego con agua ha renovado una serie de estrategias étnicas que no tienen ni dos décadas, como el ya consolidado carnaval de Coangue, en el Valle del Chota, promovido por sus propios habitantes, y también la reciente Fiesta del Florecimiento o Pawkar Raymi, que algunas élites indígenas reivindican como milenaria, aunque se trata de ‘préstamos’ proincásicos. Pero de esto también se trata la cultura, de un movimiento y de una construcción constantes. Por eso el propio país se está reinventando para ofrecer a sus visitantes -más que sus paisajes- lo que somos.

Acaso, con el tiempo, es posible que se adopten las máscaras para esta época, aunque tenemos gran tradición para el fin de año. Por eso, aquí un acercamiento a su significado. En los antiguos griegos -en su fastuosa simbología- la palabra máscara significa persona. En su teatro, donde lo dramático era uno de los ejes, la persona se ocultaba tras la máscara. Era, de cierta manera, otro. De allí que la máscara tiene una carga simbólica que representa el mundo mágico-mítico. En ella, el chamán reproduce los poderes; allí están, también, los papeles que colocan al mundo al revés.

Lévi Strauss dice que una máscara no es únicamente lo que representa sino básicamente lo que transforma, lo que elige no representar. Igual que un mito, la máscara niega tanto como afirma; no está hecha solamente de lo que dice o cree decir, sino de lo que excluye. (O)

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