En tiempos pasados, los desastres y calamidades eran vistos por las personas como desventuras inevitables, cuyos efectos había que enfrentar lo mejor posible, pero que, por ser totalmente impredecibles e incontrolables, no podían achacarse a la responsabilidad material de nadie.
Por cierto, en muchos casos, se podía establecer una vaga conexión entre alguna culpa moral de la comunidad afectada y la adversidad sufrida. Pero en este caso, se trataba del precio a pagar por una falta y los daños eran, de cierta manera, “merecidos” por las víctimas.
El enorme desarrollo de la tecnología, de la ciencia y de las capacidades organizativas de los Estados contemporáneos ha generado una curiosa paradoja: mientras mejores medios tienen para predecir, prevenir, enfrentar y reparar los riesgos y sus efectos, más descontento y malestar existe ante la forma como los gobiernos hacen frente a las calamidades.
Incluso, es cada vez más palpable la idea de que -de alguna manera- todo daño sufrido es responsabilidad del Estado, sea por ineptitud o negligencia o sea, directamente, por dolo.
Esta imputabilidad generalizada de las autoridades se hace extensiva a fenómenos dañinos de origen humano, como por ejemplo los accidentes o los delitos.
Se insinúa -en el extremo- que incluso todo daño resultante de un crimen podría achacarse al Estado, como consecuencia de su fracaso en prevenir el hecho y en proteger a las víctimas: la responsabilidad estatal ya no consiste solo en la investigación y sanción del acto ilícito, sino que ahora tiende a exigirse que se lo impida aun antes de que ocurra.
En la medida en que el Estado se hace omnipotente, omnicompetente y omnipresente, termina siendo responsable y reo de todo lo nocivo que ocurre o puede llegar a ocurrir.
Puede decirse que las autoridades viven una situación de doble filo: nunca han podido hacer más y, por ello mismo, nunca han estado tan vulnerables al descontento, el resentimiento y la frustración ciudadanos. (O)