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El Telégrafo

Las miserias del engreído

28 de mayo de 2011 - 21:36

Se los conoce también como creídos, pesados, plomos, presumidos, arrogantes, etc.; son individuos que exhiben una superioridad ficticia o complejo de superioridad, cultivada –generalmente- desde temprana edad, fruto de una mezcla de falta de valores, inmadurez emocional, mediocridad de carácter y miseria espiritual. Los primeros síntomas de esta distorsionada personalidad aparecen en la edad escolar y, si no se corrigen, pueden acompañarlos toda su vida pues, a decir verdad, no hay edad límite para este tipo de idiotez.

La fatuidad, como también se conoce a esto, forma parte de los comportamientos nocivos que, con mayor frecuencia se ven en círculos como el de la farándula, la televisión, el modelaje, la publicidad, etc., por ser terrenos fértiles donde la mala semilla de la vanidad germina rápidamente. No obstante, a estos elementos se los puede encontrar en cualquier esfera, desde las menos favorecidas hasta las más prósperas, y desde el ama de casa hasta el alto ejecutivo, el profesional especializado y el empresario.

El creído o fatuo actúa como si perteneciese a una especie superior, buscando siempre círculos exclusivos y eludiendo a quienes cree inferiores, menos preparados o inmerecedores de su amistad y confianza, discriminándolos por motivos de raza, situación económica y social, religión, discapacidad mental o física, etc., siendo hostil con ellos, ya que su distorsionada psiquis vive una falsa realidad y se ve como “lo máximo”. Mientras más atrasada es una sociedad, más expuesta está a este mal y, cuando el engreído ocupa una función influyente puede ser más que antipático e incómodo, muy dañino.

Estas actitudes destruyen no sólo los vínculos que todo ser normal debe tejer con los demás miembros de la sociedad, sino que rompen la unidad espiritual que somos, pues, aunque algunos no lo sepan o admitan, todos somos parte de un mismo ente espiritual, y aún quienes más disímiles parecen, son células del mismo órgano, por lo cual, toda actitud divisionista nos debilita individual y colectivamente. Por eso Dios nos exhorta en todo momento a la unidad y la armonía, ya que el padre y símbolo de este mal sentimiento es precisamente Lucifer, quien engrió su corazón a causa de sus privilegios y grandeza.

Contraria a la altivez y la soberbia, la sencillez de espíritu es el fruto de una vida llena del Espíritu Divino, en la cual cada hombre y mujer son percibidos como iguales. Por eso debemos enseñar desde pequeños a nuestros hijos a ser amables, respetuosos, abiertos y tolerantes, a no menospreciar a nadie, pues el corazón humilde es agradable a Dios.

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