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El Telégrafo

“La muerte del Cóndor”

27 de enero de 2012 - 00:00

Días después  del  óbito del presidente en funciones  Emilio Estrada -“liberal de orden”-, proveniente de  la burguesía agroexportadora, acaecido el 21 de diciembre de 1911, el general Flavio Alfaro regresó al Ecuador  a pedido del pueblo de Esmeraldas, sublevado  ya y desconociendo al régimen fantoche de Freile  Zaldumbide, presidente del Senado y “encargado del poder”. Luego lo hizo el general Pedro Montero, jefe de la Zona de Guayaquil, desoyendo ambos,  criterios de Eloy Alfaro, opuesto a una nueva guerra civil.

El gobierno deleznable  de Freile organizó con prontitud  una agrupación armada, integrada por numerosos soldados y oficiales del Ejército y policías nacionales, y otros tantos antiguos amotinados de las insurrecciones derechistas y “voluntarios” bajo paga, extraídos de los bajos fondos de Quito y ciudades cercanas, bajo el mando del general Leonidas Plaza, el mismo que derrotó las bisoñas tropas alfaristas en  sangrientas  lides en Huigra, Naranjito  y Yaguachi. El general Alfaro, obsesionado en buscar la paz de la nación, alejándola del enfrentamiento fratricida, viajó al puerto principal, generando la mediación de los cónsules de Inglaterra y USA, muy cercanos al general  Plaza; para la capitulación de los vencidos, platicando  con el  mando gobiernista ubicado en Durán.

Se firmó un armisticio, en el que se estipulaba el respeto a la vida y a la honra para los rendidos y la entrega de las armas por estos últimos. El general Leonidas Plaza  arribó a Guayaquil y desconoció el acuerdo procediendo  a ordenar la captura del “Viejo Luchador” y de los generales Flavio Alfaro, Ulpiano Páez, Manuel Serrano, Medardo Alfaro, y del periodista Luciano Coral. En palabras del historiador  Rogerio Andrade Herrera, “Plaza  había tenido cuidado de  incorporar en el populacho a soldados disfrazados y escogidos para matar a los generales prisioneros”.

Los seis capturados,  escoltados  por integrantes del batallón Marañón, comandados por el coronel Víctor Emilio Estrada, hijo del mandatario fallecido Estrada, fueron trasladados a Quito en  tren. Antes del funesto viaje, Alfaro mostró su casta enrostrándoles a sus carceleros  la exigencia de ser fusilado antes que vejado.

Al mediodía del 28 de enero de 1912 llegaron a Chimbacalle, y  en un automóvil conducidos  al Panóptico, en donde se recostaron  en sus ateridos suelos, obligados por  las terribles fatigas de las vísperas, y exhaustos y obnubilados por la muerte de Montero. Su afán de descansar en la siniestra prisión garciana fue interrumpido; los ruidos y los gritos infamantes solventaron  el crimen y en la indefensión más absoluta probaron  resistir. Alfaro intentó hablar, mas un cipayo le disparó en la cabeza. Su muerte fue instantánea.

Los otros compañeros de martirio fueron masacrados a balazos y a golpes. A pesar de estar inválido, se ensañaron con Medardo Alfaro. Ulpiano Páez  pudo ejecutar a uno de los  facinerosos con la pistola oculta en su cuerpo, mas su muerte  fue horrorosa,  lanzado casi vivo por  las ventanas. Y luego el aquelarre diabólico  de la mutilación, el arrastre hacia El Ejido, donde  esperaba el fuego  para espantar la herejía.

Habían masacrado al Cóndor. Vargas Vila, el gran escritor colombiano, escribió: “La vida del héroe que yo relato, viola los horizontes de la historia que les son estrechos  sobre los mirajes desmesurados de la leyenda, para perderse en ellos”.

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