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El Telégrafo
Mariana Velasco

Gula por la justicia

28 de octubre de 2020 - 00:00

El retorno a la democracia, en 1979, abrió en el país una alta expectativa de días mejores para sus habitantes y los derechos humanos son un parámetro clave para mirar el alcance del desarrollo democrático, ante lo cual, una de las tareas de los actores políticos fue propiciar la conformación de una Corte Suprema de Justicia que garantice independencia.

Innumerables renovaciones y maquillajes han sido cercanos a esta función, con la ilusoria intención de mejorar su administración; en la práctica, no ha dejado de ser una plataforma de negociaciones políticas de los gobiernos de turno.

A partir de la entrada en vigencia de la Constitución del 2008, la Corte Suprema de Justicia, hace doce años un 23 de octubre, dejó de existir como máximo tribunal de la función judicial desde 1835. Tenía competencia en todo el territorio nacional, actuaba como corte de casación y ejercía todas las atribuciones señaladas en la Carta Magna y las leyes.

Con malformación congénita, lo remplazó la Corte Nacional de Justicia al perder su principio de independencia- competencia y la Corte Constitucional convertirse en ente dirimente y de última instancia, además de las decisiones administrativas del Consejo de la Judicatura. Funciona con 21 jueces y no 31. Nació pobre y huérfana.

Atrás quedaron las diez salas especializadas por materias: tres en lo penal, tres en lo civil y mercantil, dos en lo laboral y social, una en lo contencioso-administrativo y una en lo fiscal.

Con uno u otro nombre, la justicia debe ser accesible, rápida, eficaz y satisfactoria para todas las personas que les gustaría sentir que sus derechos no han sido vulnerados. Está en deuda al no cumplir a cabalidad la sagrada misión de administrar justicia; vacíos y ausencias sentidas por inoperancia y el incremento de su descrédito, no se han detenido. Los mejores juristas del país, no pudieron esquivar la dependencia de otras funciones del Estado y de los políticos que, en su mayoría, jamás dejaron de sentir gula por la señora de los ojos vendados.

Desde la mirada ciudadana, la función judicial no es oportuna ni justa, se lo mira como látigo para castigar a tantos inocentes o como el bálsamo indignante para perdonar un sinnúmero de infamias. Su lucha debería ser permanente por recobrar la credibilidad y respetabilidad, como el supremo bien de la vida y la seguridad de todos.

El festín político debe terminar. Los destinados a juzgar en la tierra, deberían evidenciar que el trabajo que realizan es de honradez acrisolada y así reivindicar la confianza perdida por estar politizada y comprometida con los grupos de poder económico y político; caso contrario la sanción y el castigo al que la historia les someterá, será implacable.

La función judicial no debe desviarse de sus cauces naturales por amor o por odio, por temor, dinero, presiones, pasiones políticas o por ciudadanos deshonestos que mancillan y endurecen el augusto rostro de la justicia.

Sin duda, las leyes por sí solas no son suficientes para provocar los cambios, porque éstas dependen de quienes las aplican. Por décadas persiste el ansia de “recuperarla” de manos del control político. (O)

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