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El Telégrafo
Fredy Lobato

Diana Salazar

12 de septiembre de 2020 - 00:00

John Thompson, politólogo estadounidense, decía que un escándalo sale a escena pública, cuando tras un acto de deshonestidad o incluso inmoralidad, algún involucrado en desventaja o que recibe un mal reparto –como suele pasar con los casos de corrupción– delata o filtra información de los hechos. Eso, recordemos, fue el embrión que engendró la serie de revelaciones y denuncias del reparto correísta de la década pasada. Se rompió el silencio contra “los intocables”.

A la Fiscal General del Estado le han hecho blanco de ataques desde que comenzó a indagar las cuentas de las altas jerarquías del correísmo hace casi tres años atrás, cuando fiscal de casos envueltos en corrupción y luego en la Unidad de Análisis Financiero. Los pájaros disparando contra las escopetas. ¡Y claro! En toda la verborrea envuelta en redes sociales, el doble rasero ha abundado, además de machismo y racismo solapados.

Se ha querido desdibujar su imagen, desacreditarla. Los denunciados han roído su vida, para hallar algún error, algo torcido. Sí, los acusados de abuso de fondos públicos, de pagar sobreprecios, de sobornar empresas proveedoras de servicios al Estado, de recibir coimas para adjudicar contratos juzgando las actitudes o desperfectos ajenos. Acusados por gente vinculada a su mismo círculo: “los traidores del proceso”, les dicen.

Como si la mejor arma fuese el ataque, disparando incluso su propia inmundicia, les caía a la cara y les sigue cayendo al rostro, especialmente a sus falacias. Lo que los implicados no hicieron (¿por ser parte del proceso?), se encargaron de querer posicionar los trols. Reacción que reveló, además, los aciertos de la fiscal.

La acción y compromiso de Diana Salazar debe servir para que la ciudadanía también sienta que hay una autoridad que cuida lo público. Que el discurso e imagen del “robó, pero hizo carreteras” no sea naturalizado. Además, no normalizar ni en las urnas el premio al “ladrón bueno” recompensándolo con votos por ser popular, mientras que la honestidad es crucificada. Ellos no fueron Robin Hood, sin duda.

 

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