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El Telégrafo
Juan Carlos Morales

Campana de Pimampiro, 1679

30 de enero de 2020 - 00:00

Caía la noche sobre las inmensas regiones donde las lagunas y montañas eran dioses. Era una época donde la Luna tenía sus adoratorios y los pueblos intercambiaban ají y maíz; las conchas spondylus eran monedas, más valiosas que el oro.

Llegó la espada, muy cerca le acompañó la cruz. Los curas doctrineros recorrían las casas buscando lo que  llamaban falsos ídolos: tenían a un dios con corona de espinas que prometía el paraíso. Pero no todos los indígenas estaban dispuestos al sometimiento, que incluía desmembrar a las familias en el trabajo de las mitas y obrajes. Se sabía que los indios arwak, de las Antillas, se suicidaron colectivamente o los indios del Valle del Cauca, en Nueva Granada; otros, como los quijos –tras la fracasada sublevación de 1578– estrangularon a los recién nacidos para que no pagaran tributos a los españoles. Y, claro, hubo muchas sublevaciones ocultas para la historia de quienes escribían con ojos de los conquistadores.

Los curas doctrineros habían llegado a Pimampiro en 1679. Era una tierra fértil y sus parcelas, en los tiempos de la Luna, eran apreciadas por los amautas por su producción de la sagrada hoja de coca. Los sabios –los únicos que podían utilizarla– hablaban con los dioses como si fueran personas. Los curas se dedicaron a levantar una iglesia y arriba colocaron una pesada campana para llamar a misa. Los caranquis fueron, pero obligados. Escucharon las palabras de un dios clavado en un madero. Después, supieron que la campana no les libraría de que los primogénitos fueran de esclavos a las mitas.

Un día hubo revuelo. Los clérigos habían bajado al Valle del Chota por provisiones. Cuando volvieron a Pimampiro no hallaron a nadie. Los indios, como los llamaban, habían huido llevándose hasta la campana, hacia el Oriente. A veces, dicen los viajeros, es posible escuchar a ese pueblo perdido que hace sonar aún la pesada campana, que llegó allende el mar en carabela. (O)

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