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El Telégrafo
Sebastián Vallejo

Bill Gates, Bolivia y las gallinas

17 de junio de 2016 - 00:00

Cuando Bill Gates lanza su filantropía al mundo, generalmente es bien recibida: son generosas, son incondicionales, son sofisticadas y mediáticas. Pero cuando Bill Gates trata de donar 100.000 gallinas a países empobrecidos, habrá alguno que lo tome como una ofensa personal. Ese alguno es el Gobierno de Bolivia, uno de los países que fue seleccionado por la fundación del billonario dentro de un programa que busca erradicar la pobreza a través de la donación de animales y capacitación agrícola. Según Gates, “cualquier persona viviendo en extrema pobreza estaría mejor si tuviera gallinas”. Lo cual no es difícil de creer. En extrema pobreza, lo mismo se podría decir de cualquier otra fuente de alimento. Pero hay una lógica más amplia. La crianza de gallinas no requiere de amplias extensiones de tierra, su alimentación no es costosa y se reproducen de manera rápida. Además, el grano con el que se alimenta a las gallinas no compite directamente con aquel que consumen los humanos. No solo que, como negocio resulta atractivo, sino que es una buena fuente de proteína a bajo costo. Si bien, como todo, tiene sus limitaciones (entre esas, la desventaja comparativa que tiene la crianza artesanal frente a la crianza industrial de los países del norte), es importante decir que, en sí, el proyecto no es malo.

Pero resulta que Bolivia no necesita gallinas. No las necesita porque produce 197 millones de gallinas al año, y tiene la capacidad de exportar 36 millones. A esto se suma que, a pesar de los muchos problemas que Bolivia sigue teniendo, ha triplicado su ingreso per cápita en los últimos 10 años y el FMI predice que su economía crecerá 3,8% en 2016, el crecimiento más alto de América del Sur. El ministro boliviano de Desarrollo Rural y Tierra, César Cocarico, calificó de “grosera” la posición de Gates, añadiendo: “Algunos nos ven como un país tercermundista miserable (…), deberían informarse que no necesitamos gallinas como regalo de nadie para poder vivir; somos dignos”.  Ahora bien, lo que puede ser leído como hipersensibilidad antiimperialista también puede ser leído como una reacción natural a un neocolonialismo francamente insultante. Es esa visión ‘desde el norte’, tan criticada de la ayuda oficial para el desarrollo, que muchas veces cree que la ayuda es mejor pensada en el escritorio de un burócrata en las oficinas de algún edificio en Nueva York (me pregunto si nosotros tendremos algo así…), que con la gente que será ‘beneficiada’ por esta ayuda. A esto se suma esa transformación de lo que alguna vez se concibió (desde el norte) como un proyecto de desarrollo entre Estados, en un proyecto privado de filantropía. Es decir, hasta el desarrollo se ha privatizado.

Y también está esa manera en la que decidimos establecer lo que es y lo que no es desarrollo. No es una crítica a la rigurosidad metodológica al momento de cuantificar el desarrollo, como una métrica universal que explique dónde estamos y hacia dónde vamos, pero si una crítica a las bases epistemológicas de cómo se mide y qué se considera importante al momento de establecer estas métricas. El economista trabajando para Gates que hizo la lista de países receptores del proyecto seguramente vio en una base de datos los países con mayores índices de pobreza, tomó a un montón de sub-saharianos y a Bolivia, y le mandó la lista al siguiente tecnócrata. Pero puede que esos países no necesiten gallinas. O puede que esos países no quieran gallinas. Puede que esos países no quieran la ayuda. A lo mejor lo que esos países quieren es que los traten con el mismo respeto que a los países del norte. Un respeto que no significa más que jugar bajo las mismas reglas, sin pedir lo que ellos son incapaces de ‘sufrir’ puertas adentro. (O)

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