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El Telégrafo
Ilitch Verduga Vélez

La matanza de Aztra

17 de octubre de 2014 - 00:00

Hace treinta siete años -que se cumplen precisamente mañana- se produjo uno de los crímenes más oprobiosos de nuestra historia reciente: la masacre de obreros azucareros, cuyo número jamás se determinó con exactitud, acaecida en el ingenio Aztra y cometida durante el régimen del triunvirato militar. Acción que quedó en absoluta impunidad, peor aún, olvidada por sus hermanos de clase. En honor a la verdad, por la mayoría de los actuales dirigentes de las centrales sindicales, ocupados como están en mantener sus posiciones de poder y de oponerse al gobierno de Correa.

Ni siquiera como una referencia histórica, los múltiples homicidios cometidos en esos días trágicos se los ha incluido en la ‘plataforma de lucha’ esbozada por la ‘izquierda radical’ pidiendo su esclarecimiento, a pesar de que en dicha entente participa con entusiasmo un movimiento indigenista, al que hay que recordarle que la mayoría de los muertos y heridos en esa jornada infame eran indígenas oriundos de la provincia de Cañar, que allí trabajaban.

Empero, las nuevas generaciones deben conocer aquellos luctuosos acontecimientos que tiñeron de sangre la tierra y el agua, de La Troncal, ubicación de esa industria azucarera y escenario de la emboscada perpetrada por policías de la escuela de formación de Las Peñas, al mando de su director que por ‘orden superior’ la ejecutó contra hombres, mujeres y niños indefensos.

Los hechos, marcados con la imborrable impronta de la verdad, trataré de sintetizarlos a continuación en su contexto histórico-político y en rigurosa síntesis. El triunvirato castrense, que empantanado en un plan de retorno constitucional y presionado nacional e internacional para la entrega del poder, respondía con violencia a reclamos de la sociedad ecuatoriana en 1977.

Civiles, reconocidos como miembros de la oligarquía nacional integraban el gabinete junto a militares en servicio activo y pasivo. Gobernaciones, como la del Guayas, estaban a cargo de conspicuos miembros de esos círculos económicos, otros oficiales retirados presidian empresas estatales, como Aztra. El 18 de octubre de 1977, después de cumplir con los preceptos legales, los trabajadores de Aztra declaran una huelga por reivindicaciones salariales. En contraposición, las autoridades civiles y policiales en Guayaquil y La Troncal deciden desalojar a los tres mil obreros de las instalaciones que eran custodiadas por personal de la propia Policía.

Las esposas y los hijos de los huelguistas van al ingenio portando los alimentos para la merienda de sus padres y compañeros; son más de las 18 horas; el encuentro familiar se interrumpe cuando una voz metálica señala: “Disponen de dos minutos para desalojar el lugar”. Luego… la hecatombe, bombas vomitivas lacrimógenas, disparos de fusiles sobre la muchedumbre rodeada y empujada hacia un acueducto, donde caen las primeras víctimas. Y después, el pánico se apoderó de ellos, morirán baleados y ahogados en ese canal mortal. La población de La Troncal, enterada de la masacre, bulle en indignación, y también será  ametrallada. Las cifras de los inmolados nunca fueron reveladas.

Hoy, cuando los obreros son los dueños del ingenio y hay un régimen de libertades laborales, ver cómo quienes eran amanuenses del Ministerio de Trabajo de esa dictadura se abrazan con los dirigentes de la marcha facciosa de hace cuatro semanas -asambleístas descendientes directos de los asesinos- y son portavoces de los indígenas, estamos ciertos que el orbe se encuentra al revés.

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