Desde el primer momento en que sale en la gran pantalla la frase “Hace mucho tiempo en una galaxia muy, muy lejana...” cada vello del cuerpo comienza a levitarse dándole espacio a la piel de gallina, tres segundos después el trompetazo de la canción original de John Williams y el nudo en la garganta se quiere salir con un grito de emoción, algunos lloran otros aplauden, es Star Wars.

La primera película se estrenó cuando tenía un año, por ende, fui a verla al cine desde la segunda parte (que con el tiempo vino a ser la quinta), y aún tengo presente esa sensación de ir de la mano de mi papá al cine Inca en el Barrio del Centenario, sentarme a su lado con una bolsita de canguil (las de antes, todas eran pequeñas) y comenzar a hacerme parte de ese universo de vaqueros espaciales cabalgando naves, disparando en el espacio abierto lleno de estrellas. De eso va la película; de eso y de mil detalles maravillosos más.

Crecer con la ‘Fuerza’ en mi vida ha sido tener un grupo de amigos que nos juntamos desde niños a jugar con escobas como espadas, y nos poníamos sábanas y toallas como túnicas jedi, coleccionamos las figuras de acción y las guardábamos celosamente en las cabezas de Darth Vader y de C-3PO, se nos sonrojaba la cara cuando sentíamos en ebullición las hormonas cuando la princesa Leia estaba con poca ropa y atrapada por Jabba el Hutt y veíamos una y otra vez todas las películas en betamax, VHS, DVD y ahora en Netflix.

Para mí, Harrison Ford siempre será Han Solo, aunque haga de Indiana Jones en otras doscientas películas; aún veo a Luke y me río en corto recordando que yo quería ser rubio como él y molestaba con jota a mis padres para que me compraran champú de manzanilla porque, según yo, aclaraba el pelo.

Me debe mucho el señor Johnson, lo mismo que yo le debo la mitad de imaginación, sentimientos y emociones al Jedi más poderoso de la vida real: George Lucas. (O)