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Mojados pero enamorados
En mi ciudad la lluvia no es romántica, no está para bailar y apaga las alegrías como lo hace con quienes quieren fumarse un cigarrillo. No es romántica ni digna de poesía, no es excitante como en la salsa erótica ni tampoco llueve dentro del corazón sino, más bien, por fuera y empapa e inunda y moja los carros pequeños que se quedan botados a la deriva en la marea de las olas que levantan los buses.
La lluvia desnuda a las personas que no cuidan su entorno, expone sus malos hábitos e inunda de críticas a las autoridades, todos buscan una respuesta y los dedos apuntan como fusiles y emprenden masacres de acusaciones, fuego cruzado.
No es Venecia, no es lindo, no hay góndolas, pero por el precio correcto encuentras quien te empuje el auto si se te apaga y tal vez puedas convencerlo que entone ‘La gata bajo la lluvia’ de Rocío Dúrcal, quién sabe y el buen samaritano rentado sea el próximo ganador de La Voz Ecuador.
Luego sale el sol, el agua corre y la gente también a ver si se seca un poco y se saca el frío de los huesos porque ya es invierno, meses de calores, malos humores, agrios olores, humedad que abraza suda y vuelve pegajosas las ganas de cualquier cosa y las calles se vuelven el festival de los encauchados, los paraguas y las fundas en las cabezas.
¡Qué calor que está haciendo! Parece que fuéramos a evaporarnos los humanos; es como si la Tierra fuera el primer planeta desde el Sol; mediodía de 40 y más grados y hasta noches de 31, habría que arrancarse la piel y lanzarse en carne viva a una piscina de menticol.
Urge refrescar más en las tienditas a toda hora con cebada ligera y heladita, acostarse en una marqueta de hielo, rezar porque aparezca un heladero, hacerle un monumento al granizado, andar chupando bolo como si fuera una manguera de oxígeno, y deleitar la vista con la ropa chiquita para lanzar con lanzallamas un piropo que le queme hasta los pies a la seductora de chancletas, un silbido tan soez que haga sonrojar a los adoquines y despeinar los sombreros de paja y reírnos a carcajadas con media camiseta alzada imaginando que estamos en la playa frente al arrullo del mar y no del tráfico pesado.
Los chocolates se regalan derretidos por San Valentín, los centros comerciales abarrotados como si estuvieran regalando la alegría en borbotones mientras los aires acondicionados luchan para mantener los cuellos fríos, pero pierden varios rounds por nocaut.
Se vuelve esta una ciudad de esperas y paciencias, filas largas en el mercado de flores, autos llenos de grandes amores que quieren demostrar toda la pasión que cabe en su corazón pero por el menor costo posible y otras hileras largas también sembradas en los moteles llenas de sinvergüenzas y vergonzosos, legales, clandestinos, rentados y gratuitos, es el tributo a la fecha que le hacen los amantes desesperados que están más calientes que la una de la tarde, más húmedos que los manglares, listos para la foto y enmarcar en un cuadro con una plaquita que diga: parejas que buscan placeres caniculares.