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Ecuador, 10 de Mayo de 2025
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Mil maneras de vivir

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Una vez me caí de una buseta por bajarme al vuelo, de un escenario porque se me acabó el tablado, de un columpio salí volando y caí de espalda quedando sin aire.

Solo escuchaba los gritos de mi mamá que llegaba con la boca abierta a darme respiración y resucitación cardiaca por masaje, terminé vivo sí, pero con la boca pintada con labial rojo.

Un ascensor casi se me lleva la mano al siguiente piso alto, me corté la punta de la lengua dos veces, la primera comiendo hot-dog en Miami, la segunda tragando empanada en la calle Chimborazo.

Siempre supe que me estaba engordando mucho cuando hasta tomando sopa me mordía los cachetes, me partí el brazo jugando fútbol en la cancha de cemento del colegio y también me clavé el manubrio de la bicicleta en la pierna rodando por una pendiente empinada en el parque de Playas, el día que aprendí a andar, conocí el caerme.

Borracho y necio, me acostaron a dormir en una cama pero me levanté solo para terminar cayendo de ceja contra el filo de la misma, así me emparejé la ceja derecha que me faltaba ya que la izquierda me la había roto contra una pared de pelado.

Cada cicatriz tiene una historia, las del cuerpo, como cuando jugando ‘Capitán manda’ alrededor de una piscina, me lancé con un trampolín de carnero y saliendo del fondo solo vi a mi compañero detrás que venía en el aire para chocar su cabeza contra la mía ¡pum! me dejó de regalo un chibolo que aún siento que tengo.

Las del alma, cuando por primera vez me le declaré a una niña que me gustaba y me dijo que ella me quería solo como amigo.

Luego se amarraría con un pandillero diez años mayor a nosotros que mafiaba en moto y pelo largo, quedándome yo trepado en mi bici del hombre araña con mi corte cadete y tratando que mi rueda hiciera el sonido de una motocicleta colocándole un envase de tampico.

Años después, ese canalla se casó con ella y le dio muy mala vida hasta que se volvieron cristianos, estaba vendiendo la moto y mi papá por curiosidad la probó a ver si la compraba, solo que no le cogieron los frenos, de yapa se quedó pegado el acelerador y mi viejo terminó estrellándose contra el cerramiento de caña de una construcción y rasmillado hasta debajo de la lengua.

A mí me sucedió lo contrario y conforme pasó la vida, la chica se ponía buenota y yo me volví malote.

Una vez me perdí en Nueva York, siempre, solo a mí se me ocurre perderme en la ciudad más grande del mundo, a mi mamá que me buscaba desesperada unas monjitas le dieron un niño, ella dice que era yo, pero tal vez puede ser que agarró al primer niño que se cruzó solo para que mi papá no se ponga bravo, así que a lo mejor yo pudiera ser el verdadero Bruno Mars por ejemplo.

La volví a ver hace un par de años, divorciada y muy guapa, ya señora pero coqueta y con ese tono de amiga que siempre usaba conmigo, no conversamos mucho pero alcancé a jugármela por última vez, la cité para un segundo encuentro usando toda mi galanura y le dije: “No lleves ropa interior, así cuando seamos viejos tendrás una gran anécdota que contar de mí… y de ti”.

Nunca más la vi, y esta frase quedó para el epílogo de mi libro imaginario que se llama “Las razones de mis porqués” de publicación pendiente, siempre pendiente.

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