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El parque
Vivo al lado de un parque y debo confesar que antes de vivir tan cerca de uno, jamás me hubiera fascinado con la vida del parque y sus pintorescas variables humanas que desfilan una y otra vez, incesantemente todos los días.
El parque amanece enfiestado, repleto de cantos de pájaros, cada uno más enrulado que el otro; trinan, silban y hasta ‘chiflean’ igualito como el repartidor de gas, el del agua, el gasfitero con su rondín, el afilador de cuchillos, el vendedor de escobas, el que reparte el periódico, el guardia de la noche que ya se está yendo y que me vende el pescado recién llegado a la Caraguay.
Es raro pero el parque nunca se llena de niños, tal vez sea porque pululan los amantes de todas las edades desde colegialas uniformadas con sus novios gogoteros, hasta los que llegan en moto, se quitan el casco y se comen a besos. Un vecino que lee el periódico desde la ventana mira sobre sus lentes afinando la visión solo para ver desde cien metros las lenguas de los enamorados lo que le hace gritar ¡consíganse un cuarto!
De repente llegan en hordas los peloteros, uniformados, aunque sea con uniformes distintos pero del mismo color, para jugar amarillos contra rojos o descamisados contra camiseta, partidazos a muerte llenos de flores y arco iris que salen por las bocas de los jugadores. Y como soundtrack de la batalla Gerardo Morán en el pendrive que conectaron en un parlante que enchufaron vaya a usted a saber en qué tallarín eléctrico que, de paso, está junto a la llave de agua en la que hacen fila sin temor a electrocutarse, como pensando que si sucede en vez de morir se convertirán en villano de Spiderman.
El parque siempre es fresco, los árboles dan sombra, la glorieta es cómoda con sus asientos de hierro y brindan comodidad en el momento de hacer los grafitis con los que está lleno el piso, símbolos extraños, intentos de poemas, corazones de cal con nombres dentro, siglas de barras de fútbol, la A de anarquía con liquid paper, y todo acompañado de generosa cantidad de papeles, vasos, fundas, tarrinas y gatos curiosos que andan libres y cachondos gozando a los perros que pasan atorados del cuello por sus gorditos amos que van con calentador y por dentro plástico para sudar.
Me gusta el parque, mi parque, me gusta tanto que estuve deprimido cuando se quedó sin fluido eléctrico un buen tiempo. Hasta me convertí en un William Wallace que lucha para que restituyan el servicio y gané. Me sentí Erin Brockovich.
Este parque saca lo mejor de mí, de hecho todos los días lo recorro haciendo ejercicio, sí, yo, aunque no lo crean, trotando todas las noches. Y es gracioso porque cuando un gordo trota en el parque hasta los pajaritos se le ríen.
Por eso de noche, con la complicidad de los troncos oscuros, las ramas dormidas, las lúgubres lámparas, voy por la pista entre el parque desolado que ya huele a esos ‘inciensos’ especiales que prenden los malcriados que alucinados creen verme que voy en cámara lenta. Ellos, en su espejismo estimulado no se dan cuenta que de verdad voy así de lento mientras ya en mi cabeza suena la canción de Rocky mezclada con la de Benny Hill, a la vez que retumba en mis orejas la voz de Vito Muñoz llorando a gritos cuando Jefferson nos ganó esa medalla de oro en Atlanta.