El mediador honesto es un pillo
Las negociaciones palestino-israelíes que actualmente se están llevando a cabo en Israel coinciden con el vigésimo aniversario de los acuerdos de Oslo. Una mirada al carácter de esos acuerdos y a su destino quizá expliquen el escepticismo reinante respecto del ejercicio actual.
En septiembre de 1993, el presidente Bill Clinton organizó el apretón de manos entre el Primer Ministro israelí Yitzhak Rabin y el presidente de la Organización para la Liberación de Palestina Yasser Arafat en los prados de la Casa Blanca; fue el clímax de un “día de asombro”, como lo llamó la prensa.
La ocasión fue el anuncio de la Declaración de Principios para el arreglo político de conflicto palestino-israelí, producto de las reuniones secretas de Oslo patrocinadas por el gobierno de Noruega.
Las negociaciones públicas entre israelíes y palestinos habían empezado en Madrid en noviembre de 1991, iniciadas por Washington bajo el lustre triunfal de la primera guerra de Irak. Las tratativas llegaron a un punto muerto cuando la delegación palestina, encabezada por el respetable nacionalista Haidar Abdul Shafi, insistió en que Israel pusiera fin a sus asentamientos ilegales en los territorios ocupados.
En los antecedentes inmediatos estaban las posiciones formales de las cuestiones básicas emitidas por la OLP, Israel y Estados Unidos. En una declaración de noviembre de 1988, la OLP había propuesto la solución de dos estados con una frontera reconocida internacionalmente. Estados Unidos vetó esa propuesta en el Consejo de Seguridad en 1976 y la siguió bloqueando, en contra de un abrumador consenso internacional.
En mayo de 1989, Israel respondió que no podía haber un “estado palestino adicional” entre Jordania e Israel (Jordania definida como estado palestino por Israel), y que las negociaciones posteriores estarían “de conformidad con los lineamientos básicos del gobierno” israelí. El gobierno de Bush padre apoyó ese plan sin más adjetivos y luego lanzó las negociaciones de Madrid como “mediador honesto”.
Luego, en 1993, la Declaración de Principios fue bastante explícita para satisfacer las demandas de Israel, pero silenciosa respecto de los derechos nacionales palestinos. Se adaptó a la concepción expresada por Dennis Ross, principal asesor de Clinton en el Medio Oriente y negociador en Campo David en 2000, y posteriormente también sería asesor del Presidente Barack Obama. Como explicó Ross, los israelíes tenían necesidades mientras que los palestinos solo tenían deseos, obviamente de menor importancia.
El artículo primero de la Declaración de Principios señala que el resultado final del proceso ha de ser “un acuerdo permanente basado en las resoluciones 242 y 338 del Consejo de Seguridad”, que no dicen nada de los derechos de los palestinos aparte de una vaga referencia a un “justo arreglo del problema de los refugiados”.
Si el “proceso de paz” se desarrollara como tan claramente establece la Declaración de Principios, los palestinos ya podrían despedirse de sus esperanzas de tener un grado limitado de derechos nacionales en la tierra de Israel.
Otros artículos de la declaración estipulan que la autoridad palestina se extiende por “Cisjordania y el territorio de la Franja de Gaza, excepto las cuestiones que serán negociadas en los diálogos del estatuto permanente: Jerusalén, asentamientos, ubicaciones militares e israelíes”, esto es, excepto todas las cuestiones de importancia.
Aún más, “Israel seguiría siendo responsable de la seguridad externa y de la seguridad interna y el orden público en los asentamientos y de los israelíes. Las fuerzas armadas israelíes y los civiles podrían seguir usando libremente los caminos en la Franja de Gaza y la región de Jericó”, las dos zonas de las que Israel se ha comprometido a retirarse, algún día.
En pocas palabras, no habría cambios significativos. La Declaración tampoco dice una sola palabra sobre los programas de asentamientos que están en el corazón del conflicto: aun antes del proceso de Oslo, los asentamientos estaban socavando las perspectivas realistas de que los palestinos alcanzaran cualquier grado significativo de autodeterminación.
Sólo si sucumbimos a lo que a veces se llama “ignorancia intencional” podríamos creer que el proceso de Oslo era el camino a la paz. No obstante, eso se convirtió en un dogma virtual entre los comentaristas occidentales.
Cuando se inauguraron las negociaciones de Madrid, Danny Rubenstein, uno de los analistas israelíes mejor informados, predijo que Israel y Estados Unidos acordarían cierta forma de “autonomía” palestina, pero que sería “una autonomía como en los campos de prisioneros de guerra, donde los prisioneros tienen la autonomía’ de preparar sus alimentos y organizar eventos culturales sin interferencias”. A la larga, Rubenstein tuvo razón.
Los programas de asentamientos continuaron después de los acuerdos de Oslo, al mismo nivel que habían llegado cuando Yitzhak Rabin se convirtió en primer ministro en 1992, extendiéndose bastante más al este del Gran Jerusalén, anexado ilegalmente.
Como explicó Rabin, Israel debía de apoderarse “de la mayor parte del territorio de la tierra de Israel (la antigua Palestina) cuya capital es Jerusalén”.
Entre tanto, Estados Unidos e Israel actuaron para separar a Gaza de Cisjordania, cerrando el acceso, en violación explícita de los términos de los acuerdos, asegurándose así de que cualquier entidad palestina que pudiera surgir, estaría aislada del mundo exterior.
Los acuerdos fueron seguidos por arreglos adicionales entre Israel y la OLP, que especificaron más claramente los términos de la autonomía del campo de prisioneros de guerra. Después del asesinato de Rabin, Shimon Peres asumió el cargo de primer ministro. Cuando lo dejó, en 1995, declaró a la prensa que no habría estado palestino.
La académica noruega Hilde Henriksen Waage concluyó que “el proceso de Oslo podría servir de caso perfecto para estudiar las fallas” del modelo de “la mediación de estados pequeños como terceras partes en conflictos muy asimétricos. La pregunta que debemos de hacernos es si tal modelo puede ser adecuado en alguna ocasión”.
Vale la pena considerar esta pregunta, particularmente ahora que la opinión educada occidental acepta el ridículo supuesto de que se pueden realizar unas negociaciones palestino-israelíes significativas bajo los auspicios de Estados Unidos, que no es un “mediador honesto” sino en realidad un aliado de Israel.
Al iniciarse las negociaciones en curso, Israel de inmediato dejó en claro su actitud ampliando la “lista de prioridades nacionales” con subsidios especiales para los asentamientos desperdigados en Cisjordania y llevando a cabo sus planes de construir una línea férrea para integrar más estrechamente los asentamientos con Israel.
Obama siguió el ejemplo al nombrar como jefe de las negociaciones a Martin Indyk, un estrecho colaborador de Dennis Ross, que tiene antecedentes de cabildero para Israel y que explica que los árabes son incapaces de entender el “idealismo” y la “generosidad de espíritu” que imbuyen todos los esfuerzos de Washington.
Las negociaciones constituyen una cobertura para que Israel se apodere de los territorios que desea controlar y habrá de ahorrarle a Estados Unidos ciertos bochornos en las Naciones Unidas. Esto es, Palestina podría aceptar diferir iniciativas que reforzarían su condición en la ONU, iniciativas que Estados Unidos se sentiría obligado a bloquear, con el apoyo de Israel y quizá de Palau.
Sin embargo, es improbable que estas negociaciones hagan avanzar las perspectivas de un acuerdo significativo de paz.
(El libro más reciente de Noam Chomsky es "Power Systems: Conversations on Global Democratic Uprisings and the New Challenges to U.S. Empire. Conversations with David Barsamian". Chomsky es profesor emérito de lingüística y filosofía en el Instituto Tecnológico de Massachusetts, en Cambridge, Massachusetts.)