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Poesía
Versos docentes: Gabriela Mistral
Gabriela Mistral, la poeta que sin proponérselo conquistó el premio Nobel en 1945, nació a finales del siglo XIX en una pequeña comarca del norte de Chile. Diríase que era una niña rural que debió esconder sus talentos para no irritar a otros personajes henchidos de presunciones. Fue hija de una madre pobre y de un padre payador y aventurero que abandonó tempranamente a la familia. Lucila —su nombre real— buscó la lectura como mecanismo de evasión y de compensación, en ausencia de otros goces materiales y afectivos que la vida le negaba. Probablemente su silencio y su indiferencia para convencer a los demás dio lugar a sospechas sobre su conducta. Gabriela nunca pudo olvidar el escarmiento injusto de la primaria: su profesora la había designado como la guardiana del material escolar, ella debía repartir los cuadernillos entre sus compañeras, pero ella, que a nada se oponía, se quedó sin cuadernos antes de tiempo: las otras alumnas se llevaban más de la cuenta. En su memoria resonaban las voces de sus compañeras que le gritaban: “¡Ladrona!, ¡ladrona!”. Ese incidente le obligó a estudiar en casa bajo la dirección de su hermana mayor, que era profesora; a familiarizarse con el estudio solitario y a soñar en caminos y horizontes lejanos.
A los dieciséis años, Gabriela ya era una lectora excepcional que conocía muchas cosas que las otras niñas de su edad ignoraban, y una escritora de versos perfectos. Ganó un concurso pero era tan retraída que no apareció para recibir el premio aunque asistió a toda la ceremonia desde la galería. Contenta y angustiada. Rebelde y reservada. Una serie de malestares batallaban en su interior desde muy temprano.
Cuántas niñas como ella sufrían contradicciones. En cuántas niñas pugnaba el deseo de ser útiles y fuertes frente a la imposición de ser bellas y débiles. Gabriela sintetizó esas ansias ocultas en una proclama inédita que hoy tiene mucho peso: Yo no quiero que a mi niña/ la vayan a hacer princesa./ Con zapatitos de oro/ ¿cómo juega en las praderas?
La preocupación por la infancia desatendida, mal amada, sembró en ella el deseo de ser maestra. Suplir anchamente la ausencia de los padres que huelgan lejos de las criaturas procreadas, que se llevan su amor como un hilo que se alarga y se enreda. Que viven lejos de ellas sin prescripciones ni nostalgias. Gabriela quería continuar la carrera de su media hermana que suplió a la maestra déspota que la echó de la escuela. Extraña forma de reparación. Ser una buena maestra. Una maestra que no humillara a sus alumnos como habían hecho con ella. Una maestra que fuera mil veces madre. Una maestra que incitara con su ejemplo nuevas vocaciones magisteriles porque los niños pobres de Chile desde su abandono demandaban buenas escuelas. Y fue maestra sin reparos, toda generosidad y esfuerzo. Ella, una fusión de etnias —“india vasca” se definió a sí misma—, recorrió la larga andadura de su patria enseñando a la niñez campesina, pobre e indígena. Piececitos de niño/ azulados de frío/ ¡cómo os ven y no os cubren,/ Dios mío!
Y anduvo con su cartilla y su programa pedagógico de La Serena a Antofagasta, de Magallanes a Santiago. Y se volvió una maestra inolvidable. Y ella se sintió apoteósicamente feliz. Y pudo traspasar las fronteras de su patria y acudir a México para apoyar la renovación educativa que José Vasconcelos, soñador de una raza cósmicamente igualitaria, implementara para salvar a la niñez indígena descendiente de los aztecas ilustrados. Durante un año y medio recorrió en carreta o en auto, a caballo o a pie, los caminos polvorientos. Con esa experiencia se fortaleció una vocación que ella sentía hondamente: su americanismo, su afán de justicia. Y compuso versos palpitantes para golpear las conciencias de la gente poderosa que aplaudió la composición poética pero no percibió el reclamo social de la autora.
Era poeta y maestra. Tenía la gracia de la pluma y la tiza. Y la risa de los niños cicatrizaba las heridas sufridas por su condición de mujer: alta como un roble y sensible como una hierba de camino, inteligente y ultrajada, de callar atribulado, una mujer sin gracia física ni atractivo sensual, de origen pobre y sin escuela formal. Una artista excluida y combatida por los perdedores. Fue maestra, y los avances de sus niños le dieron bríos y temple de luchadora. Y al ritmo de sus triunfos líricos se lanzó al mundo y el mundo se sorprendió. Doña Primavera/ de manos gloriosas/ haz que por la vida/ derramemos rosas.
Aun antes de que la Academia Sueca le otorgara el máximo galardón al que aspira quien consagra su vida a la escritura, el Nobel de Literatura, ya la poeta y maestra Gabriela Mistral se había instalado en el corazón de miles de docentes y de infantes en América. Sus versos eran encontrados en las páginas de los textos escolares. Venían cargados de alegría y de ternura y lograban satisfacer muchas necesidades espirituales de niños y niñas, de maestras y maestros. Se pasaban de mano en mano, de pupitre en pupitre, de aula en aula y en los corredores memorizaban los versos de Gabriela: Madrecita mía/ todito mi mundo/ juega tú a ser hoja/ y yo a ser rocío.
No importaba saber si venían desde Chile o desde cualquier patria americana. Esa poesía llenaba una necesidad de amistad, de reconocimiento y solidaridad entre los pueblos y la gente de este continente. Dame la mano y danzaremos;/ dame la mano y me amarás./ Como una sola flor seremos,/ como una flor y nada más...
Esos poemas se quedaban guardados en el mejor lugar de la memoria y el sentimiento. Se cargaban en los carriles y se compartían en la casa con los mayores. O pasaba al revés: los padres, madres y abuelos habían recortado de los periódicos y gustaban de recitarlos frente a la gente pequeña de la casa. Su poesía complacía el espíritu, alimentaba la mente con sencillas consignas humanas repletas de sabiduría y bondad. Gabriela caminaba por las cordilleras y las playas de América regando semillas de amor, sembrando melodías. Y ya grande se volvió una Niña errante.
Siendo flamante maestra normalista dispuesta a llevar el alfabeto y las canciones a las niñas campesinas, descubrí entre los papeles de la maestra que se jubilaba y dejaba la sencilla escuela del campo, copiadas a lápiz en un viejo cuaderno, esos poemas que yo amaba y otros retazos luminosos de la palabra de Gabriela. Por supuesto estaba la ‘Oración de la maestra’, un himno de humildad y regocijo, que es posible que hoy no se conozca entre la nueva docencia. Y supe de escritoras, de maestras de primaria y secundaria, de fundadoras de instituciones escolares que sin darse cita ni tener encuentros se dieron en llamarse ‘Hijas de Gabriela’. En Quito: Piedad Larrea Borja, Raquel Verdesoto, María Angélica Idrobo; en Cuenca: Zoila Esperanza Palacio, Zoila Palacios y otras. Fue una hija de Gabriela la escritora guayaquileña Adelaida Velasco la que propuso a la gran poeta chilena como candidata al Nobel.
Y fue el maestro Benjamín Carrión quien, en lugar de regar el alfabeto entre los niños chicos, les dio a los grandes un libro de rezo obligatorio al que él llamó Santa Gabriela Mistral. Carrión la conoció de cerca y compartió días de encuentro con la pureza y la sabiduría de esta maestra de los versos y de las palabras profundas. Solo el alumno Ciro Alegría, quien luego de la muerte de la poeta escribiera el libro Gabriela Mistral íntima, pudo haber amado más que el alumno Carrión a Lucila Godoy Alcayata, transformada en la más querida maestra de América: Gabriela Mistral. (F)