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VASLAV NIJISNKY: El Dios de la Danza
Entro en la madrugada de la mano del ruso Vaslav Nijinsky, leyendo una vez más su diario íntimo, el diario del que para mí es el mejor bailarín de ballet de la historia. Genial, loco, virtuoso, intenso y decadente; poseedor de una cualidad que comparten todos los seres que he admirado, respetado y amado en la vida: desafiar —de alguna forma— la ley de la gravedad. No recuerdo cómo descubrí a Nijinsky, supongo que como a todo Dios: desde el asombro y la intuición; aparecido de la nada como una chispa divina, como un soplo de magia. Seguramente cayó a mis manos alguna fotografía en la que —pese a lo estático que supone la imagen— su cuerpo y su mirada se movían. Incluso su nombre implica movilidad: Vaslav Nijinsky, por eso estas letras se abren como el telón de un nuevo escenario donde el bailarín ya ha empezado a ejecutar su obra. Hay algo de vida y de muerte en cada interpretación, por eso Nijinsky sigue girando y sigue naciendo y sigue muriendo sobre estas líneas que ahora escribo y que más tarde alguien leerá —también— con los ojos bailando.
Le cuento a Mijail que tengo a Nijinsky girando en mi cabeza.
— ¡Ah! El de los escagpines.
— ¿El de los qué?
Mijail hace un guiño a la pronunciación afrancesada de Julio Cortázar, y enseguida coloca una grabación en la que se escucha al autor narrando su crónica sobre el concierto que Louis Armstrong ofreció en el Teatro de los Campos Elíseos en París, el 9 de noviembre de 1952. “Ahora vea usted cómo son las cosas en este teatro —dice Cortázar—. En este teatro, donde una vez el grandísimo cronopio Nijinsky descubrió que en el aire hay columpios secretos y escaleras que llevan a la alegría, dentro de un minuto va a salir Louis y va a empezar el fin del mundo. Por supuesto Louis no tiene la más pequeña idea de que en el lugar donde planta sus zapatones amarillos se posaron una vez los escarpines de Nijinsky”. Sonrío. La voz de Cortázar sigue rodando. Pero yo me quedo suspendida, viendo a Nijinsky volar por los aires.
Vida y obra de un pájaro de fuego
Hijo de bailarines polacos, Vaslav Nijinsky nació en Kiev el 28 de febrero de 1890. Con apenas 10 años de edad fue aceptado en la Escuela Imperial de Ballet de San Petersburgo, donde bailó junto a Ana Pavlova y Tamara Karsavina, quien alguna vez dijo: “Alguien le estaba preguntando a Nijisnky si era difícil saltar como él lo hacía. Él no entendió bien al principio y entonces, inocentemente, dijo: ‘No, no. No es difícil. Lo único que se necesita es subir y pararse un rato arriba’”. A los 15 años su profesor le aseguró:“no tengo nada más que enseñarte” y dos años más tarde, en 1907, el joven Vaslav se graduaba, pasando a ser directamente solista del Maryinsky. Su fama creció gracias a su capacidad de “volar”; la gente que tuvo la suerte de verlo quedaba impresionada por sus prodigiosos saltos que desafiaban la naturaleza humana. Toporkov, destacado actor del Teatro del Arte de Moscú —quien fue su compañero de colegio—, decía: “En todas sus fotografías Nijinsky aparece como un bailarín fuerte, vigoroso y algo brusco. En realidad cuando bailaba nunca parecía brusco sino excepcionalmente suave y reposado. Sus portentosas piernas le permitían saltar muy alto, mantenerse y descender suavemente. Era como un pájaro en el aire”.
En 1908 Nijinsky conoció a Serguéi Diághilev, un calculador e importante mecenas que promovía el arte visual y musical de Rusia en el extranjero, principalmente en París, y quien —junto con sus colaboradores: el diseñador Benois, el coreógrafo Michel Fokine, el pintor Leon Bakst y el compositor Igor Stravinsky— preparó la primera temporada de los Ballets Rusos en Europa. Vaslav figuraba como parte del programa del Marynsky con El pabellón de Armida, El festín y El príncipe Igor. La temporada fue un éxito. El crítico Henri Gautier-Villars, marido de Colette, fascinado por los movimientos escribió: “Ayer (…) Nijinsky saltó tan despacio y elegantemente trazando una trayectoria de cuatro metros y medio y aterrizó sin hacer ruido con los brazos levantados”. Diághilev y Nijisnky se volvieron amantes y no pasó mucho tiempo para que el bailarín fuese la figura principal de la compañía privada que el aristócrata decidió fundar. Hasta entonces Nijinsky había brillado en obras como Cleopatra, La Bella Durmiente del bosque, Giselle y Pájaro de fuego, entre otras, pero ya con Diághilev a la cabeza —y siguiendo con Fokine como coreógrafo— obtuvo papeles principales de tal potencia que le aseguraron como leyenda viva. Estas fueron: El espectro de la rosa (donde encarnaba la efímera aparición entre los sueños de una joven), en cuyo estreno Jean Cocteau escribió: “Nijinsky ejecutaba un salto tan impactante, tan contrario a las leyes de la gravedad y del equilibrio, siguiendo una trayectoria tan alta y curvada, que yo nunca volveré a oler una rosa sin que el espectro aparezca”, y Petrushka (con música de Igor Stravinsky), con la que dio el quiebre definitivo con la estética romántica encarnando un antihéroe: un títere triste. Su mímica y su juego dramático se ganó los elogios de Stravinsky, quien decía que la perfección con la que encarnaba el alma de Petrushka era incluso más sorprendente que sus propios saltos.
Nijisnky creador: rupturas y polémicas
Antes de la llegada de Nijisnky el bailarín hombre no era más que un porteur, jugando principalmente un rol de apoyo para la bailarina. Nijinsky había dado más que pruebas de su genialidad en el escenario, de manera que —con el apoyo de Diághilev— incursionó como coreógrafo, cambiando radicalmente a principios del siglo XX el planteamiento del ballet clásico, creando movimientos revolucionarios. Influenciado por los eurítmicos de Emile Jaques-Dalcroze (el cuerpo como instrumento musical primario), Nijinsky creó cuatro coreografías: Juegos (1912), Till Eulenspiegel (1916), La siesta del fauno (1912) y La Consagración de la primavera (1913); estas dos últimas causando gran escándalo debido a sus movimientos angulares con matices sexuales, recibiendo aplausos y abucheos por igual.
La siesta del fauno (con música de Claude Debussy) estuvo basada en un poema de Mallarmé. En su intento de romper con el pasado Nijinsky se inspiró en un bajorrelieve arcaico griego e hizo que los bailarines se movieran con las rodillas dobladas y los pies planos con los talones sobre el suelo. Muchos no comprendieron esos cambios y el hecho de que Nijinsky haya terminado la obra con una masturbación simulada sobre el pañuelo de una de las ninfas enfureció aún más al público. El escultor Auguste Rodin salió en su defensa: “Nijinsky nunca estuvo tan perfecto como en su última interpretación. No más saltos. Solamente gestos y actitudes de animal. (…) La expresividad y la belleza están unidas en su cuerpo indisolublemente. Su belleza recuerda las esculturas y los frescos de la Grecia Clásica. Es el modelo ideal que uno quiere dibujar y luego esculpir. Cuando sube el telón es hermoso contemplarlo reclinado en el suelo con la rodilla en ángulo y una flauta en sus labios. Piensas que es una estatua.”
Por su parte, La Consagración de la primavera (con música de Ígor Stravinsky) también fue rechazada por la mayoría de asistentes, con reacciones incluso más descontroladas. El músico Camille Saint-Saëns, por ejemplo, una de las figuras más respetadas del momento, abandonó la sala mucho antes de que la obra terminara por considerarla “un ataque a la belleza inmutable del arte”. Sin embargo, otros artistas como Jean Cocteau y Pablo Picasso la aplaudieron enérgicamente.
La obra estaba dividida en dos actos basados en la Rusia pagana (La adoración de la tierra y El sacrificio). Los pasos de ballet eran sencillos, pero el desafío era mantener aquellas posiciones “antiacadémicas” (rodillas flexionadas, brazos torcidos, pies hacia adentro, etc.) de las cuales Nijisnky lograba sacar efectos impresionantes. En la actualidad esta obra es considerada una de las más revolucionarias y trascendentales de toda la música clásica.
Locura, decadencia y muerte
En 1913 los Ballets Rusos hicieron una gira a Sudamérica. Diaghilev no los acompañó por su temor a cruzar el océano. En su ausencia, Nijinsky comenzó una relación con Rómola de Pulsky, admiradora del bailarín, quien viajó con la Compañía tras convencer a Diagilhev que la aceptara como alumna de danza. La pareja se casó cuatro días después en Buenos Aires. Cuando Diaghilev se enteró de lo ocurrido dio por terminado todo contrato con Nijinsky, lo cual acabó por desestabilizarlo. Tuvo una hija: Kira, y aunque fue una de las pocas razones que lo motivaban, sus síntomas de locura aumentaban y se sentía cada vez más desolado. El 19 de enero de 1919, tras su última presentación en el hotel Saint Moritz, en Suiza, con apenas 29 años, Nijinsky se vio obligado a abandonar la danza debido a un colapso nervioso. Se retiró con estas palabras: “El caballito está cansado”. Posteriormente le diagnosticaron esquizofrenia y desde entonces vivió 30 años casi olvidado en Suiza, Francia e Inglaterra, internado en diversos hospitales psiquiátricos. Antes de sumergirse de lleno en el universo de la locura escribió cuatro cuadernos que contienen su diario íntimo (Vida. Muerte. Sentimientos. Epílogo.) Los textos fueron publicados en 1936. Murió en una clínica de Londres el 8 de abril de 1950. Tres años después, sus restos fueron trasladados al Cementerio de Montmartre en París. Un arlequín escolta su tumba.
Su Diario como punto de fuga
Leo el diario de Nijinsky por tercera vez, sigo encontrando cosas distintas, como si sus letras —al igual que él— estuviesen siempre mutando. Hay demasiada ternura y miedo y contradicciones en los testimonios de ese hombre que no era un hombre. Demasiado amor en su corazón, quizá ese fue el problema. Creo que Nijinsky usó la escritura y el dibujo como escape de la enfermedad racional del mundo. Por lo demás, desconfío de la edición de Rómola, puesto que cortó deliberadamente las partes en verso y las escenas que más le disgustaban. Aún así, persiste el alma de Nijinsky:
“Un día salí a dar un paseo por la colina y me detuve en el monte Sinaí. Hacía frío. Caminé rápidamente. Sentí que me tenía que arrodillar, por lo que lo hice rápidamente, y entonces sentí que tenía que poner la mano en la nieve. Tras hacerlo, repentinamente sentí un dolor que me hizo llorar, y retiré la mano. Miré a una estrella que no me dio las buenas noches. Negó sus parpadeos. Me sentía helado y quise correr, pero no pude hacerlo, porque me hundía en la nieve hasta las rodillas. Me puse a llorar pero nadie oyó mi lamento. Nadie acudió a rescatarme. Aunque los paseos me gustaban, lo cierto es que sentí terror. No sabía qué hacer y no pude encontrar razones para mi impotencia. Tras varios minutos me di la vuelta y vi una casa. Estaba cerrada y con las contraventanas echadas. Un poco más allá había otra casa cuyo tejado estaba cubierto de hielo. Me sentí atemorizado y grité como pude ¡Muerte! No se por qué, pero sentí que tenía que gritar ¡Muerte! Después de lo cual me sentí más caliente y el calor de mi cuerpo me ayudó a erguirme. Me levanté y caminé hacia la casa, donde había un farol encendido. La casa era grande. No me daba miedo entrar, pero pensé que no era necesario hacerlo y seguí mi camino.”
“Cristo sufrió y nadie lo entendió a Él. Tolstói y otros escritores escribieron, aparte de sus novelas, cosas sobre Dios. Ellos entendieron sus enseñanzas, pero tenían miedo a la vida. Mi mujer me tiene miedo a mí, y por ello me transfiere sus temores. Yo, habiendo experimentado el terror de la muerte junto a un precipicio, no tengo miedo. Nadie quiere matarme y un árbol me salvó.”
“Me gustaría que mis escritos fueran fotografiados en vez de ser impresos, pues la imprenta se carga la escritura a mano. La escritura manual es algo encantador; es algo vivo y lleno de carácter. Quiero que mi escritura manual sea fotografiada porque deseo que la gente entienda cómo procede de Dios. (…) Sé que si un hombre capacitado para analizar la escritura leyera esto, diría que “el autor es un hombre que se sale de lo corriente” debido a que la escritura es saltarina. Sé que la escritura desigual significa bondad del corazón.”
“La gente dirá que lo que escribo es estúpido, pero en realidad, todo lo estúpido tiene un significado profundo, impenetrable si no hablo, si no grito estúpidamente nadie me entenderá.”
Nijinsky, clown de Dios
He visto tres noches seguidas bailar a Nijinsky entre sueños. Cuando estoy a punto de despertar, tomo conciencia y me mantengo con los ojos cerrados para seguir deleitándome. Esto de alguna forma satisface una parte de mi curiosidad. No hay registro alguno de sus danzas. A principio del siglo XX se desconfiaba mucho de las películas puesto que la velocidad no era la misma que se veía en vivo, lo que podía arruinar la obra. Diaghilev no dejaba a nadie ingresar con cámaras al Teatro, e incluso hay fotografías que fueron destruídas por considerarlas burdas. Fueron pocos los que fotografiaron a Nijinsky con maestría, perpetuando algo de su magia. Uno de ellos fue el Barón Adolph de Meyer (1868-1949), precursor de la fotografía de moda y considerado “El Debussy de la cámara”. Ahora mismo tengo entre mis manos unos de sus libros: A singular elegance que Mark me regaló hace tiempo en la librería Russian Hill de San Francisco, 142 páginas de un trabajo deslumbrante, incluidos sus retratos de Nijinsky. Algunas fotografías parecen secuencias cinematográficas; otras, verdaderas pinturas. Sin embargo, nadie puede ver —en movimiento— ninguno de sus prodigiosos saltos, por lo que el mito crece y con él los homenajes. Desde luego, no los conozco todos, pero dudo que haya otro con tanta fuerza poética como la coreografía del maestro Maurice Béjart en 1990: Nijinsky, el clown de Dios, interpretada magistralmente por el bailarín argentino Jorge Donn y la actriz Cipe Linkovsky. “A la edad de 18 años empecé a leer El idiota de Dostoievsky y entendí que el idiota no era idiota sino un hombre bueno”, dice Donn en una de las escenas; y más adelante afirma: “Yo no soy Schopenhauer, soy Nijinsky, el que se muere si no lo aman”. En efecto, creo que a Nijinsky le faltó que lo amaran, que lo amaran de verdad. Su locura, en último término, fue carencia.
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Tras muchos años sin verlas, encuentro mis zapatillas de ballet. Tocarlas es tocar mi infancia; literalmente, desempolvarla. Junto a ellas, un disco de Tchaikovsky que alguien me regaló tras una función. Bailé desde los 3 años y seguí por mucho tiempo. ¿Por qué paré? Si bien he seguido bailando otros géneros siempre he llevado el ballet por dentro. ¿Será por eso que cuando camino me elevo? Siento nostalgia. Pienso en Nijinsky y me dan ganas de brincar al escenario, de atreverme —como él— a crear en un círculo de fuego, de asumir el riesgo. Pero vuelvo a la página y veo que de alguna forma es eso lo que intento cada vez que escribo. Hay algo de vida y de muerte en cada interpretación. Cae el telón de la noche. Una vez más miro a Nijinsky vestido de fauno, a él me encomiendo. Ruega por mí, le digo, tú que sabes de glorias y derrotas. Cierro sus diarios. Levanto la vista. Trinan los pájaros antes de hora.