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Literatura
Una tarde con M. Andesmas
Suena la canción del verano: Cuando las lilas florezcan, amor mío… Cuando las lilas florezcan para siempre. La musiquita sube desde el fondo del valle. La caída del atardecer avanza sobre esa plataforma, sobre el abismo, frente al mar. Abajo, en el valle, sigue sonando el tocadiscos y todos cantan llenos de euforia. La vida sigue tan agitada como siempre. “Cuando las lilas florezcan, amor mío”, sería la respuesta que daría hasta la misma sombra del haya a aquel viejo, gordo, elegante, rico y perezoso hombre que se encuentra sentado en un sillón de mimbre mientras espera.
¿Qué espera el Monsieur Andesmas sentado en la entrada de su recién comprada casa sobre el mar Mediterráneo? ¿Cuál es el motivo para que M. Andesmas prescinda de su habitual siesta larga, para contemplar cómo pasa la tarde mientras el sol se va ocultando a pequeños ratos, lento, como si fuera algún tipo de tortura para un hombre de ya 78 años? Los ligerísimos y lentísimos crujidos del sillón de mimbre siguen el ritmo de su dificultosa respiración. La gordísima masa mueve cadenciosamente sus pies, atrapados en un par de zapatos negros. Desde donde se encuentra, alcanza solo a ver el borde de un abismo lleno de luz que es atravesado por pájaros.
Era una tarde muy calurosa. Desde la colina cubierta por un bosque, entre arbustos y matorrales, aparece un pequeño perro pelirrojo. Venía de los caseríos que se hallaban más allá de la cumbre, a unos diez kilómetros de ahí. Había salido del camino a paso rápido, para luego —con desinteresada prosa— bordear el precipicio. Olió la luz gris que cubría la llanura, seguramente. Quizá fue en busca de agua. En esa llanura había cultivos que rodeaban al pueblo, y numerosas carreteras partían de él rumbo al mar. Suena la vida allá abajo, hay una fiesta, y M. Andesmas, entre el sueño y la vigilia, observa al perro y espera pacientemente al contratista de obras Michel Arc, al que quiere encargar la construcción de una terraza en ese elevado lugar, para su adorada hija de 18 años, Valérie.
Un padre se imagina las mañanas y tardes de su hija en esa casa, en esa terraza anhela su despertar. Ella le habría manifestado dos semanas antes su deseo de tener un cuarto que dé a la terraza, él imagina que al amanecer, el viento jugaría con sus cabellos y lo único que tendría en frente sería ese extenso mar, sólo para ella. M. Andesmas está seguro que en todo lo que le queda de vida, ya nunca más le abandonará la imaginación de las mañanas de Valérie. “Creo que moriré con todo el peso, el inmenso peso del amor de ella sobre mi corazón. Estoy seguro que así será”, habría dicho. La cita estaba concretada para las cuatro menos cuarto. Aquella tarde luminosa, poco a poco se ocultará por aquel abismo, que por la posición en la que se encuentra, no alcanza a mirar.
El estanque de la niña de cabellos rubios
La propiedad para Valérie abarca 45 hectáreas de bosque. Los dos viven en este pueblo desde hace un año, desde que él decidió retirarse de los negocios e irse al campo, con esa hija. Y solo porque ella lo quiso, le compró ese flanco de aquella colina que llega hasta las orillas del estanque. Y va a comprar el estanque. Ahora le pertenecerá a Valérie. Los niños del pueblo ya no podrán llegar hasta ahí para jugar. El camino que va al estanque estará dentro de las propiedades de Valérie. Sólo ella autorizará el acceso a aquel estanque. Todo por ella y para ella, para aquella niña golosa de cabellos rubios, de un amarillo profundo, a la que le bastaba dar un breve recorrido por la plaza para captar todas las miradas del lugar. ¿Ella sabía que provocaba eso? M. Andesmas no lo sabía, sino hasta aquella tarde de junio.
Desde su sillón se escucha todo: las suaves oscilaciones de las ramas, los roces de unas con otras, sus tropezones, a veces cuando el viento aumenta, las sordas torsiones de los troncos de los árboles grandes, los sobresaltos de silencio que paralizan al bosque entero, la repentina y encadenada repetición del susurro de la tarde, los gritos de los perros y aves de corral, las risas y las palabras que a esa distancia se confunden todas en un solo discurso, y las canciones, y las músicas. Michel Arc tarda. Se le espera, pero no llega. M. Andesmas es visitado primero por la pequeña hija del contratista, y luego por su esposa, una mujer delgada y de cabellos largos, que como el perro, juega al borde del abismo, como esperando que un ventarrón la lance al vacío y con ello lograr lo que más desea en la vida: olvidar, limpiar la memoria para siempre.
La incertidumbre se apodera de M. Andesmas, es demasiado para él. Los discursos de ambos son lentos y de buen humor, pero a la vez sinceros y desgarradores. Ella le cuenta que ha sido abandonada por su marido. M. Andesmas se mira a sí mismo y con su mismo espectáculo se siente reconfortado. Mientras ella hablaba, él se llenaba de un irreversible y seguro hastío. El coche de Valérie está aparcado en la plaza donde es el baile. ¿Estará con Michel Arc? Después de todo ella le había recomendado a aquel contratista. Seguramente se conocían. M. Andesmas piensa en su hija, cree que no llegará, cree que le ha abandonado allí, frente a ese cielo eterno. Quiere olvidarse de los dos. ¿Habrá muerto para entonces? Silencio, desesperación. Las manos cruzadas de la mujer con los hombros caídos. La silla de mimbre deja de bailar.
La obra más poética de Marguerite Duras
Aunque Marguerite Duras (4 de abril de 1914 en Gia Dinh, Saigón, antigua Indochina, hoy Vietnam) es vastamente conocida por su exitosa novela El amante, que alcanzó éxito mundial con más de tres millones de ejemplares vendidos y logró ser traducida a cuarenta idiomas, La tarde de M. Andesmas (1962) o en su original francés L’après–midi de Monsieur Andesmas, es calificada como una obra magistral con un fuerte registro poético como ninguna otra de la autora. En Una tarde de M. Andesmas, “Duras propone al lector pasar la tarde con el protagonista de la novela, acompañarle en su paciente espera de Michael Arc.
El tiempo en la novela no transcurre a la velocidad habitual, sino a la que marcan el tedio, la soledad y la nostalgia de Andesmas. Los recuerdos brotan en su cansada y somnolienta cabeza —en la que la autora nos sumerge de lleno— mientras el sol va cayendo y generando en su retirada sombras que el protagonista divisa casi tan cercanas como su propia muerte”, señalan sus críticos.
Duras logra con esta novela transmitir al lector los pensamientos y preocupaciones de M. Andesmas, mientras éste aguarda inútilmente la llegada de su hija pequeña. Él reflexiona melancólicamente sobre el próximo final de su vida, solo, enfermo y abandonado por todos, a pesar de ser un hombre millonario. Como es ya habitual, en la obra narrativa de Duras, la naturaleza que rodea a los personajes refleja y transmite su estado de ánimo: es ella misma.
El apellido Andesmas es una contracción de los nombres Antelme, Des Forêts y Mascolo: sus dos maridos y uno de sus mejores amigos. Enrique Vila–Matas, en su novela París no se acaba nunca, relata cómo Marguerite le contó sobre la espera de su personaje: “Estando en KeyWest, ya descalificado y expulsado del concurso de dobles de Hemingway, me dio por pensar, con cierta intensidad, en Marguerite Duras, que al contarme la pálida pero intensa trama de su novela La tarde de M. Andesmas, ella misma se convirtió en ese libro. Si es verdad que nos convertimos en las historias que contamos sobre nosotros mismos, eso exactamente es lo que le ocurrió a Marguerite aquella tarde, ella se convirtió en esa historia que transcurre en una plataforma a media colina desde la que, anciano e inmóvil, M. Andesmas, alcanzando sólo a ver el borde de un abismo lleno de luz que atraviesan los pájaros y reposando en un sillón de mimbre, espera a Michel Arc. Es la historia de una espera, de la espera de la muerte, tal vez”.
Después de la publicación de esta novela, Duras confiesa: “He logrado la escritura fluida que buscaba. Ahora estoy segura. Y con escritura fluida quiero decir escritura casi distraída, que corre, que pretende atrapar las cosas más que decirlas”. Aunque el argumento es anodino, “Duras sabe jugar muy bien sus bazas para crear una tensión que acaba atrapando también al lector. Mientras que el primer capítulo es de una densa lentitud, en el segundo (y último) la autora provoca un cambio de ritmo de manera sutil y casi imperceptible, con el que consigue hacer aflorar el verdadero y dramático trasfondo de la obra: el devastador e imparable avance de la realidad a la que se enfrenta el protagonista”, señalan sus biógrafos.
El lento compás poético de una siesta que pudo ser agradable y que termina en un mal sueño, se ha convertido en una novela imborrable a la que no le sobra ni le falta nada. Quizá Duras también esperaba impaciente que las lilas florezcan para siempre, quizá en algún momento se dijo para sí misma: “M. Andesmas soy yo”.