Publicidad

Ecuador, 07 de Mayo de 2025
Ecuador Continental: 12:34
Ecuador Insular: 11:34
+593 98 777 7778
El Telégrafo

Publicidad

Comparte

TOULOUSE-LAUTREC: la sombra al asecho

Para la Condesa Adèle Tapié de Celeyran el retorno de su hijo al seno materno aquel invierno de 1901 fue una novedad: varias veces y tras ser vencido por el delirio del alcohol, Hendri de Toulouse – Lautrec había peregrinado por una serie de lugares en busca de calma, encendiendo un círculo vicioso que lo llevaba de la sobriedad al delirio y que, ahora precisamente, empezaba a cobrarle su precio. Quizá por eso la decisión de volver al castillo de Malromé, lugar de la feliz infancia, fue tomada con tanta determinación: ahí estaba el cariño de la madre extendido como un remo ante un cuerpo que languidece. Treinta y seis años antes, ese mismo cuerpo crecía envuelto en el amor de padre y madre: para él eran los jardines inacabables fuera del castillo, para él las montañas y los caballos, para él la fuerza con la que el viento despeinaba a las muchachas. Nadie imaginaba entonces que un día volvería indefenso a recibir la muerte postrado en su cama.

Henri-Marie-Raymond de Touluse-Lautrec-Monfa nació el 24 de noviembre de 1864 en Albi, comunidad francesa situada a orillas del río Tam. Como primogénito de la nobleza encarnó lo que para ese tiempo era la actitud natural de la rancia aristocracia: el matrimonio  entre parientes para cuidar la sangre, las posesiones, los negocios. Su padre, el Conde Alphonse-Charles y su madre Adèle eran primos en primer grado. Ese dato podría pasar inadvertido si no fuese porque la salud de Toulouse-Lautrec creció condicionada a la debilidad como un cristal a punto de quebrarse. Su hermano Richard-Constantine encarnó claramente el efecto de esa fractura endogámica: solo vivió un año.

Para 1874, con apenas 10 años, Toulouse-Lautrec empezaba a dibujar: los trazos leves traducían a la gráfica las impresiones, observaciones y momentos de la vida cotidiana. Pero ese mismo año marcaría una huella indeleble en la vida del artista: la estatura baja y fragilidad ósea manifiestas a simple vista en el niño Toulouse respondían al patrón clave de la picnodisostosis, una enfermedad extraña y escasa, asociada a los hijos provenientes de matrimonios consanguíneos. A ese mismo patrón obedecían la voluminosa cabeza, la mandíbula corta, el torso más grande que las piernas, las uñas quebradizas. Una desproporción en carne viva.

 

09-06-13-CREACION2

 

A punto de cumplir los 14 años, Toulouse-Lautrec vería agudizarse de forma  incontrolable aquella desproporción: en mayo de 1878 resbaló en el pavimento de su palacio y se fracturó el fémur izquierdo; en agosto del año siguiente, mientras daba un paseo  con su madre, cayó en una zanja y se rompió el otro fémur. El resultado fue un cuerpo anclado al fondo del mar: aunque el torso, los brazos, el cuello y la cabeza intentaban emerger, las piernas estarían estancadas en su corto tamaño para siempre.
Hay testimonios que aseguran que ante todas estas desgracias el artista siempre tuvo como mejor respuesta una sonrisa. Los hay también quienes señalan que su propia obra podría ser reflejo de ese amplio sentido de inferioridad que su cuerpo le transmitía. Lo que parece cierto es que en la convalecencia continua, la inacción en pos de recuperarse le añade tanto como le quita: dibuja durante los meses que pasa inactivo en cama y solo sale de ella para entrar de lleno en el mundo de la pintura, eso significará que las prácticas deportivas, paseos a caballo y cacerías queden relegados por el tamaño de su cuerpo: mil quinientos veinte milímetros.

Es de noche y hay luna: su luz se riega en innumerables astillas azules que caen sin orden desde la ventana hacia la pared, cuyo revestimiento de madera resiste bajo esos destellos. Lo que tenemos es un segundo plano a punto de confundirse con la penumbra. Para evitar eso, en la mitad de él crece un primer plano al que la luz lunar no demora en rodear: retoca la frente y el torso del hombre que sentado mira, más allá del vaso que tiene al frente, hacia el vacío. Del hombre apenas se distinguen manos y cabeza, lo demás es un juego en continua figuración y desfiguración con el color del fondo. Como si de repente, y por un efecto logrado con las capas de pintura, el observador tuviera que adentrarse hasta la bruma, apartándola con paciencia para descubrir bajo su lámina de plata lo que el artista ha querido mostrar: la pálida figura de su amigo Vincent Van Gogh. El retrato está asentado sobre una cartulina de 54 x 45 centímetros: la extensión de lo infinito.

Así es como había planeado Toulouse-Lautrec el homenaje a la robusta presencia del holandés a quien conocería en las jornadas compartidas en el taller de Fernand Cormon. En 1883 Toulouse había llegado a París con aprendizajes fuertes en los que se empezaba a distinguir un lenguaje propio sostenido en la construcción del personaje a partir del color y la utilización correcta de la línea como límite demarcatorio de la forma y el volumen. Cormon, un distinguido artista-académico estaba, a la vez, abierto a las novedades: bajo su enseñanza Toulouse conoció a jóvenes como Anquetin, Bernard y el propio Van Gogh. Compartirá con ellos su admiración por Velázquez, Goya, Ingres, Renoir y Forain; mostrándose fascinado, además, por los maestros japoneses cuya obra tuvo una amplia difusión en París. Por delante tenía un camino entero por descubrir. Nada comparable con el panorama del año anterior: en marzo de 1882 las condiciones le fueron adversas. León Bonnat, otro pintor-académico, adversario del impresionismo, había recibido en su taller al inquieto Lautrec para desestimarlo, calificando de “atroz” su dibujo. Los motivos que el joven artista exploraba entonces, estaban relacionados con la vida cotidiana, herencia obtenida de su primera formación pictórica a cargo de René Princeteau, un pintor sordomudo especializado en cuadros de caballos y perros.

En toda esa amalgama de contactos, técnicas e intercambios, Toulouse-Lautrec afina su mirada: asimila el impresionismo como medio de captar inmediata y concisamente la realidad, y lo distingue el uso de la línea que no tarda en vincularlo con la amplia tradición del dibujo francés. Logra resaltar la figura humana como motivo central de su experiencia estética, el fondo no tiene otra importancia que la del complemento. “El paisaje debería usarse para hacer más inteligible el carácter de la figura humana”, confesaría en una ocasión.

Aquel niño fracturado y con estructura ósea frágil optaba por tomar al toro por los cuernos: no se escondía de la luz, sino que la asía, como si se tratase de una materia flexible a sus antojos, para desnudar debajo de ella las formas humanas del instante: brazos, piernas, cabezas, todo un desfile de articulaciones normales a las que él retrataría con absoluta magistralidad. Esa era su revancha.
Dotado de esas herramientas Toulouse–Lautrec advierte, en el vertiginoso camino nocturno que frecuentaba una fuente para ser expresada sobre el lienzo. Desde su llegada a París en 1881, el joven tenía inclinaciones profundas por los personajes que poblaban cabarets, salones y calles; y su identificación con ellos no fue desde el discurso estético solamente: la propia vivencia del artista estaba vinculada al sinfín de circunstancias cernidas sobre los bajos fondos parisenses. Ya en la juventud guardaba su enorme admiración por los circos: payasos, malabaristas y bailarinas que poblaban su imaginario.

Circos, cabarets, habitaciones… lugares cerrados donde la luz puede tornarse violenta contra lo que toca, al punto de engañar con los destellos con los que construye el personaje. A eso parece abocarse con total paciencia Lautrec: la construcción del cuerpo no termina sino en la expresión del rostro, ese es el territorio en el que el autor edifica su brillo. En el cuadro “A la mie”, por ejemplo, no es suficiente el ambiente recreado alrededor de los personajes. El cuarto estrecho, la mesa, el cuchillo, los vasos, el vino escaso, son conductores que logran la fatiga total en los rostros de hombre y mujer. Los modelos, un joven artista y una cotizada bailarina, fueron plasmados así como dos seres en los que la vejez, el alcohol, la soledad, derivan como miles de perdigones sobre el cuerpo de un ave que en su vuelo describe: t-r-i-s-t-e-z-a.

Ese viaje que llevaba a Lautrec a vivir por días e incluso meses en burdeles como el  salón de la Rue des Moulins, el Moulin de la Galette y el Moulin Rouge, entre otros, lo irá envistiendo de una experiencia cotidiana en la que el carácter humano le revela emociones, sentidos y amistades. De las últimas, no distingue entre hombres o mujeres, burgueses, portadores rabiosos del crimen, sobrios, delirantes. No hay ingenuidad en esa ausencia de selección, a Toulouse-Lautrec le interesa rodearse de gente, espantar el fantasma que le habla de las piernas cortas, la cabeza abultada, la burla burguesa, el repudio.

Por ahí desfilará el Señor Fourcade, un banquero amigo suyo al que retrata en medio de una fiesta; Valentín “El Descoyuntado”, famoso bailarín de la época; la Goulue, Marcelle Lender, bailarinas que causaban sensación en el artista; ellos y tanto otros estarán asentados en los bocetos que Lautrec traza mientras los ve desde la barra, desde la silla, detrás de una botella de vino, envuelto en las llamas de la borrachera… irradiar con su frescura instantánea antes de que la combustión del tiempo los borre para siempre.

Quizá la más conocida de sus amigas bailarinas sea Jeanne Louise Beaudon, con cuyo seudónimo, Jane Avril, fue inmortalizada por Lautrec en una serie de dibujos y retratos en los que el pintor la captara dueña de una expresión de ternura y alegría, dos elementos que la acompañarían hasta el día de su muerte encerrada en un hospicio y en la pobreza absoluta.
En esencia la identificación de esa temática y sus personajes lo distancian de los impresionistas anteriores, a quienes, desde el nivel moral, les interesaba la vida como una “realidad ficticia”. Para Lautrec, registrar la vida era mostrarla tal como era, no como podía ser.

Para 1891 Toulouse-Lautrec se había ganado una reputación en los ambientes de París. Por eso, no era extraño que, con cierta regularidad, se le encargaran trabajos. Charles Zidler, director del Moulin Rouge, había encargado uno como promoción del espectáculo en el que se anunciaba a La Goulue, es decir, a la conocida bailarina Louise Weber que era la atracción principal de la noche. El cartel, del que se conocen tres estudios previos, podría ser considerado el primero de su género producido por Lautrec. El primer plano está reservado para la silueta de Valentín “El Descoyuntado”, en el segundo plano, La Goulue se alza en una pierna dibujando el paso de baile que es visto por las sombras del público, anónimo en un tercer plano. Los contrastes entre manchas claras, oscuras y punteadas producen una síntesis poco vista para la época, misma que le otorga al estilo de Lautrec una fuerza distinta a lo que hasta entonces se había visto.

Esa distinción se verá asentada con el cartel “Ambassadeurs” en el que la figura de Aristide Bruant destaca de manera determinante en medio del papel.
A partir de ahí Lautrec dedicaría su tiempo al desarrollo de la Litografía y la Pintura de forma paralela. Series numerosas en las que los personajes, una vez más, se muestran bajo el ojo del artista, como muestras reales de la cotidianidad. De entre ellas destaca la serie “Elle”: once litografías sobre los prostíbulos de París.

Para 1898 la vida de Toulouse-Lautrec empieza a pasar factura: las crisis de alcohol con las que ha venido lidiando se hacen más graves. Se lo ve emborracharse hasta la inconsciencia en los burdeles y aparece en las calles totalmente fuera de sí. Las depresiones y neurosis posteriores solo agravan ese sentido de soledad que ha tenido desde la infancia. Lo hacen a tal punto que el delirio lo envuelve hasta hacerlo ver arañas en todas las paredes de su habitación. Les dispara, con el desenfreno de quien desea arrancarse esos animales de la cara. Años antes había contraído sífilis, lo que al parecer se agrava hasta devolverlo al silencio: en marzo de 1899 es internado en un hospicio.
Ahí desarrollará la serie titulada “El Circo” en la que, explorando la memoria, volverá a darle forma y volumen a las patas de los caballos y a los brazos de los acróbatas así como lo había hecho a raíz del juzgamiento en Inglaterra del escritor Oscar Wilde: de memoria y en su homenaje, resaltaría su figura en un retrato en el que muestra a un Wilde altivo frente a la injusticia.

Una vez fuera del sanatorio, algo en su pintura ha cambiado: los rostros exageran en detalles que terminan por colocarlos en una zona limitante entre la amargura y la desazón. Sonrisas extensas, maquillaje derretido, gestos y arrugas que escapan a la intervención del hombre y la mentira de luz son ahora la geografía de sus lienzos. Pero, aún en ese estado, su pincel no se ve desarmado frente a la ridiculez del complejo: no traza en ningún momento una obra en la que se vea el reproche de su condición física, sino que la revierte, es el artista creando lo siempre anhelado.

 En 1880 a la edad de 16 años Henri Toulouse-Lautrec pintó su primer autorretrato: una serie de objetos, dispuestos sin orden sobre la mesa, se disponen junto a un un candelabro con sus velas apagadas. Lautrec, situado de tras de los objetos, no hace otra cosa que mirarse en el espejo y trazar: la constante de su sombra siempre en acecho.

Publicidad Externa

Ecuador TV

En vivo

El Telégrafo

Pública FM

Noticias relacionadas

Social media