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Todos creados en un abrir y cerrar de ojos: los rostros del recomienzo
La imagen principal de Todos creados en un abrir y cerrar de ojos es, como reza el subtítulo, el claroscuro. Me llamó la atención la elección de ese eje de lectura porque el claroscuro puede implicar —como lo entiendo— un fuerte contraste, es decir, una dicotomía o, en sus mejores versiones, una contigüidad extrema de contrarios, una zona de indiscernibilidad, un deslizamiento inaprensible. La noción de paradoja, utilizada recurrentemente por María Auxiliadora Balladares en su libro para conceptualizar la imagen del claroscuro, goza de la misma ambigüedad, pues una aseveración paradójica puede ser entendida, simplemente, como algo contradictorio con respecto al sentido común («contrario a la lógica», dice la RAE), o como una afirmación que contiene en sí misma su propia refutación, que genera un espacio lateral con respecto al sentido, suspendiéndolo, que pone en tensión las morales explicativas de la lengua y abre el espacio para una peligrosidad particular, la de la lengua cuando se muestra como inclinada hacia el deseo, puro sonido que escapa por un instante al significado, zona neutra que trastorna el mundo.
Balladares recorre esa zona para explorar sus posibilidades en un ejercicio riguroso en su impulso por mantener a distancia los automatismos de la exégesis. La sutileza de su lectura obliga a pensar el claroscuro de la obra poética de Blanca Varela, es decir sus contrastes, por fuera de la lógica binaria de causa y efecto. Más bien, creo, se trata de auscultar ese campo rico de titubeos para encontrar los modos en que pueda conservarse esa agitación de la palabra y de la imagen cuando se rehúsa a ser fijada por el sentido. Así, por ejemplo, a la fuerte oposición vareliana entre lo etéreo-espiritual de los Cantos espirituales de San Ignacio de Loyola y sus propios Cantos materiales, Balladares le reconoce ese territorio liminar imprescindible, el que exhibe los modos en que lo material, el cuerpo como único ser de lo humano, se libera de sus prerrogativas espirituales únicamente porque las presupone. Si los Cantos materiales replican, entre la ironía y el desgarro —pero conservando una cierta rigurosidad característica, una cierta obsesión por ocupar el tiempo— los espirituales del patrón de la Contrarreforma, si se hace manifiesta esa referencia sacra para explicitar su rechazo, es porque se reconocen en ella en alguna medida. No al modo de la represión freudiana sino como una simpatía apócrifa, como un modo de purgar, en la poesía, las recurrencias de una moral impuesta que no es posible abandonar del todo.
Quiero decir que el estado de tensión que Balladares insiste en no resolver en la poesía vareliana tiene la virtud de invitarnos a imaginar un momento de confusión de los contrarios, ese instante previo a la diferenciación que desordena las certezas de lo real, que permite, más acá del significado, vislumbrar la sensación, la potencia ambigua de la vida como independiente del sujeto y del sentido: «Más antigua y oscura que la muerte/ a mi lado/ coronada de moscas/ pasó la vida». Dice María Auxiliadora: «Este poema, ‘Ternera acosada por tábanos’, resume la idea central de Ejercicios materiales: dios se contrapone a las criaturas del mundo; las criaturas del mundo (hombres y bestias) se hermanan en su alejarse de dios —gracias a su existencia concreta, material en el mundo—».
Es un movimiento negativo (el alejarse), lo que hermana a las criaturas terrenales en contra de dios. Esta doble paradoja da cuenta de un estado de agitación que no se resuelve, que supone, en términos benjaminianos, una dialéctica en suspenso, una imagen en la que tesis y antítesis vibran sin llegar a síntesis alguna, ni conciliadora ni dicotómica. De este modo también las categorías excluyentes de lo efímero y lo permanente, lo público y lo íntimo, la noche y la luz, de lo epifánico y lo profano interactúan en la lectura crítica de Balladares sin ofrecer el consuelo de una pacificación de los contrarios.
La plaza pública como escenario de la emergencia de la intimidad, el voyeur que es exhibicionista, la ventana que es límite inconquistable entre el adentro y el afuera, la noche como momento prodigioso del nacimiento de cierta luz oblicua, reacia al día pero agente de una iluminación profana, la ironía que revela el dolor profundo que desgarra y que lejos de enmascarar el padecimiento lo resignifica, lo intensifica, lo hace carne no para purgarlo sino para vivenciarlo mejor, para llevarlo a su extremo y convertirlo en imagen poética, pura materialidad en las palabras que son despojadas de este modo de su naturaleza abstracta y saltan directo al referente: el dolor como documento.
En su libro sobre Bacon, Gilles Deleuze se interroga por los medios del pintor irlandés para conjurar el carácter ilustrativo, figurativo o narrativo que la pintura tendría si no estuviera aislada por lo que el autor llama «la pista»: el círculo o paralelepípedo que en los cuadros de Bacon aísla a la figura para impedir que, al relacionarse con otras, habilite la emergencia de un relato. Al interior de la pista, y junto a la figura aislada, están los grandes colores planos cuya característica principal es la de no crear sombra ni paisaje, la de suprimir cualquier posibilidad figurativa al interior de la pista. La vía por la que Bacon logra esto, dice Deleuze, es la creación de una estricta contigüidad entre figura y plano de color:
En efecto, lo que ocupa sistemáticamente el resto del cuadro son grandes colores lisos de color vivo, uniforme e inmóvil. Delgados y duros, tienen una función estructurante, espacializante. Pero no están debajo de la figura, detrás de ella o más allá. Están estrictamente al lado, o más bien todo a su alrededor, y están captados por y dentro de una vista cercana, táctil o «háptica», tanto como la propia Figura.
Luego de precisado el papel del color contiguo a la figura, Deleuze describe el singular «atletismo» de los cuerpos de la pintura de Bacon: su modo de «escapar por uno de sus órganos, para ir a ocupar el color liso […]» (Bacon 26). Así, los cuerpos de Bacon, en la lectura de Deleuze, están recorridos por un «movimiento intenso» (Bacon 28) hacia fuera —hacia el color contiguo al que los cuerpos tienden— que se realiza por un orificio mínimo y que genera una radical desorganización de lo orgánico, un devenir inorgánico de lo que fue organismo, como experimentación de un límite del cuerpo vivido que ya no está organizado por partes o sistemas sino que se constituye de umbrales, tornándose, ante todo, cuerpo liminar. Esta vía de escape torna el cuerpo humano en otra cosa o, más bien, pone en acto su calidad liminar para escenificar su devenir en algo menor, animal o paisaje no en tanto forma sino en tanto trazo: no se trata de una combinación de formas sino del espacio de emergencia de un «hecho común» (Bacon 30).
Traigo esto ahora a colación porque ese escaparse del cuerpo por uno de sus propios orificios, esa brecha ínfima que inaugura la contigüidad de lo uno con lo extenso, que des-organiza el cuerpo y lo vuelve mundo mientras extraña también los contornos del mundo, ese movimiento intenso, esa agitación de la forma es lo que percibí como fundamental en la noción de claroscuro que trabaja María Auxiliadora para acercarse a la poesía de Varela, para leer sus umbrales, sus espacios liminares, su voz poética escindida, sus sujetos que son espacios y extensiones, que son cuerpos radicalmente desorganizados, extendidos por fuera de la unidad del sujeto, en constante viaje, ceremoniando como testigos y protagonistas de un permanente rito de pasaje. Pero en ese pasaje, no los polos que le dan sentido al rito, sino el tránsito, el instante incierto, el devenir como experiencia.
En la fina lectura que Balladares hace de la poesía de Varela hay, sin embargo, un punto inamovible, no porque se le hayan asignado significados o interpretaciones cristalizadas sino porque ese límite se manifiesta en su extrañeza en la medida en que nos obliga a reconocer, según la bellísima fórmula de María Auxiliadora, que «en el mar de lo inconstante, la muerte es la isla». Así, como revés de cada acto, de cada incertidumbre de la materia, de cada avatar del cuerpo, de todas sus figuraciones, la muerte emplaza un límite que no nos es dado franquear: «soñamos como vivimos/ esperando sin certeza ni ciencia/ lo único que sospechamos definitivo/ el acorde final en esta vaga música/ que nos encierra». Entonces el «corcoveo del tiempo» se detendrá y advendrá el silencio.
La autora vuelve a pensar una relación clásica, la de la muerte como viaje, a partir, sobre todo, del poema ‘El capitán’ del libro Ese puerto existe. Ahí enhebra a la muerte con el sueño y el olvido, esas pequeñas muertes en que algo ocurre solo en nosotros sin que tengamos, sin embargo, nada que ver en ello. Siendo la más íntima de las experiencias, la más intransferible, la muerte es también ese viaje que no podemos vivenciar, y en esa medida se relaciona también, como decía, con el sueño y con el olvido: nada nos pertenece más, nada nos es más ajeno. En palabras de Alberto Giordano: «Lo que hace misteriosa a la muerte es que siempre está por venir y, aunque habrá ocurrido ineluctablemente, nunca llega. El que la esperó, esperaba otra cosa. Y ni siquiera el que tomó los recaudos para morir en un momento elegido pudo decir “desaparezco”. En el instante de morir, como en el de dormirnos esta noche, no habremos de estar presentes, y la impersonalidad de eso que nos ocurre y nos transforma revela a plena luz del día la relación de ajenidad con nuestro ser en la que se sostiene la existencia».
Allá vamos, parece decir Balladares por medio de Varela, con una especie de alegría, con una especie de brillo oscuro: como en ‘El viaje’, ese poema prodigioso de Baudelaire en que se llama a la muerte «vieja capitana» con rubor y con irreverencia suprema, con el valor que da lo ineluctable, en Todos creados en un abrir y cerrar de ojos a la muerte se viaja con paso firme y decidido. «¡Al fondo de lo Desconocido para encontrar algo nuevo!», había escrito Baudelaire. El silencio, parece decirnos Varela en este libro bellísimo, guarda en secreto todas las modulaciones de lo nuevo, todos los rostros del recomienzo.