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Soy soldado del cine de guerrilla Testimonio del director Fernando Cedeño

El director de cine manabita Fernando Cedeño, armado con sus cámaras, listo para disparar.
El director de cine manabita Fernando Cedeño, armado con sus cámaras, listo para disparar.
29 de febrero de 2016 - 00:00 - Xavier Gómez Muñoz, Periodista

Este testimonio está basado en un texto autobiográfico, compartido por el director Fernando Cedeño, y una entrevista que se prolongó por cerca de tres horas.

Fernando Cedeño

Chone, 1968. Ha dirigido y participado en la producción de varias películas, entre ellas En busca del tesoro perdido, Avaricia, Barahunda en la montaña, Sicarios manabitas y El ángel de los sicarios. Es uno de los referentes del movimiento denominado cine de guerrilla en el Ecuador. Trabaja actualmente en la escritura de un guion que combina terror y acción.

Se dice que uno termina siendo lo que come, lo que escucha, lo que ve: el reflejo de una sociedad. Yo nací y crecí en Manabí, en una época muy violenta en que un muerto más o un vivo menos era el pan de cada día. El primer encuentro —cara a cara— con la muerte, lo tuve cuando estaba en primero o segundo año. Iba tempranito al colegio, como siempre, para hacer los deberes y presentarlos. Dos hombres caminaban cerca de una gallera. La calle estaba solitaria. Un carro salió detrás de ellos, frenó a raya, se bajaron dos pistoleros y los eliminaron. Yo estaba, quizás, a unos cien metros. El carro retrocedió y se fue rápidamente. Pensé en huir, pero al final me quedé. Uno de los hombres estaba todavía vivo, con los ojos abiertos, como llorando. Esa es una de las cosas que siempre recuerdo de esos años.

Mi infancia, sin embargo, fue muy tranquila. Nací en el campo, hace 47 años, en un sitio que se llama Pata de Bravo, en algún lugar de Chone. A la finca donde vivíamos no llegaban carros. Mi mundo eran los amigos, la familia, las vacas, el río. Recuerdo que me gustaba cuando me llevaban a recorrer la finca a caballo, reunirnos con otros niños y hacer campamentos para dormir a campo abierto. Creo que a los tres o cuatro años ya sabía andar a caballo. Uno se cría así. Es como ahora los niños que desde pequeñitos ya saben manejar el celular.

A los seis años mi papá compró otra finca, a unos treinta minutos de la carretera. Entonces salimos a vivir a Chone de lunes a viernes, y los fines de semana y en el invierno regresábamos al campo. Mi primera ‘adicción’ debieron ser los cómics. Empecé muy pequeño a leer Kalimán, y luego Arandú, Águila Solitaria, Los 3 Villalobos, Memín Pinguín, Condorito, en fin, tantos otros. Soy el séptimo de nueve hermanos, y como decimos acá en Manabí, a los menores siempre se nos trepan para que hagamos los mandados. Cuando yo salía a comprar veía gente leyendo en los portales de las casas. Hasta que un día tomé una revista de Kalimán en un quiosco y me quedé intrigado porque al final decía “Continuará…”. El vendedor dijo que podía hacerme un combo con algunas revistas, pero lo que pedía era mucho para un niño. Entonces regresé a la finca y cogí muchos limones y guabas, y me fui a venderlos. Con eso compré mis primeros cómics. Después uno va cogiendo ese vicio, y empieza a leer lo que encuentra: historias de vaqueros, de Julio Verne, cuentos, novelas, libros de todo un poco. Recuerdo también que en la ciudadela Aray, donde vivíamos, había un solo niño que tenía televisión y nos cobraba por dejarnos ver Titanes del Ring.

Paralelamente estaba ir al cine. El Oriflama era el único cine de Chone. Mi papá nos dejaba ir a la matiné los domingos a las seis de la tarde, pero teníamos que estar en casa a las ocho. Ahí vi El Santo, el enmascarado de Plata, Capulina, La Mochila Azul y las infaltables películas del oeste y chinas. La primera película de Bruce Lee de la que tengo memoria era en una fábrica de hielo (The Big Boss, una de las primeras en la carrera del actor). Como para tantos otros, Bruce Lee fue determinante en mi gusto por las artes marciales y el cine. Por ahí, cuando tenía catorce años, tengo un recuerdo muy claro: un día mientras regresaba a casa escuché gritos que venían de la terraza del Municipio; fue algo impactante. Me acerqué a ver y había como ochenta hombres uniformados entrenando con quimono y zapatos chinos. Mi hermano mayor me dio para la inscripción y los tres primeros meses. Ahí empezó mi ruta marcial en el kung fu. Después llegué a cinta roja en tae kwon do y a café, segundo kyū, en kárate. Nunca he dejado de practicar artes marciales. Así empezó también mi obsesión por conocer China y por vivir en un templo Shaolín. Por eso me fui a Manta, cuando tenía diecisiete o dieciocho años. Vivía en una casa con otros vendedores. Nos dedicábamos al comercio de libros y repuestos automotrices, pero mi objetivo verdadero era subirme de polizón a un barco y llegar a China. Lo intenté dos veces, y las dos veces me bajaron a patadas.

¿Que desde cuándo me gustan las armas? Primero le cuento algo: un día, cuando tenía siete años, mi papá me lanzó al río. Vio que me empezaba a ahogar y me sacó. En la casa hablamos, les dijo a mis hermanos. Y cuando llegamos les dio una fajiza histórica. “Tú debías haberle enseñado a nadar”, le reclamó al mayor, porque mi padre le había enseñado a él, y mi hermano mayor al que le sigue… A partir de ese momento mis hermanos tuvieron luz verde para enseñarme las cosas que se necesita en el campo, y si no aprendía, me hacían todo tipo de maldades. Así aprendí a disparar varias armas. Hicimos hasta un polígono de tiro. Pero mis hermanos me enseñaron también el respeto a la vida. Teníamos un fusil Mauser antiguo para cazar solo cuando estábamos en el monte. Era matar o morir, porque nos tocaba comer de todo. En mi vida nunca he tenido que dispararle a nadie de verdad. Y —en el mundo real— no soporto ver sangre. Quizás por eso toda la violencia que se vivió después en Manabí me dejó marcado. Cada semana se sabía de personas asesinadas. Una vez regresé a la casa con pánico después de quedar en medio de un fuego cruzado. Siempre me preguntaba, por ese entonces, ¿cuándo será que se acaba todo esto, y los choneños podremos vivir tranquilos?.

Después de saber que no podía llegar como polizón a China, viví un tiempo en Puerto Bolívar. Estar cerca del mar y ver los barcos de lejos me tranquilizaba. Además trabajé en el Oriente, en un grupo de seguridad de selva cuidando compañías; la selva era también un mundo diferente al que yo conocía. Un día antes de aceptar un trabajo en Galápagos, en la época que buscaban francotiradores para eliminar la sobrepoblación de chivos, conocí a mi esposa y me quedé en el Ecuador insular. Para 1994 yo era parte de un club de motociclistas, o algo así, que andábamos por Chone. Casi todos éramos practicantes de artes marciales y nuestras conversaciones por lo general terminaban en golpes, pero en un tono deportivo: tratábamos de no lesionarnos mucho. En el grupo había un compañero que se llamaba Jerry Vera; él andaba con la cámara que le había mandado su hermana de Estados Unidos y una vez decidimos grabar una pelea. Después la vimos en una pantalla grande y sentimos algo muy fuerte adentro. Entonces a Nixon Chalacamá, que también estaba en el grupo, se le ocurrió que podíamos hacer una película, pero se preguntó: ¿y de qué vamos a hacerla? Y yo contesté: de lo único que sabemos hacer, darnos golpes y andar en moto.

Por ahí va la historia de En busca del tesoro perdido, nuestro primer ensayo de película. Como no sabíamos truquear los puños ni las patadas, teníamos que golpearnos en serio. Y como tampoco sabíamos meter sonido, lo hacíamos directo con una flautita; nunca hemos tenido el gran sonido. Así hicimos varias películas, algunas dirigidas por Nixon, otras las dirigí yo. Algunas veces tuvimos heridos en las filmaciones. Nosotros mismos hacíamos de actores, guionistas, manejábamos cámaras, hacíamos de técnicos, editábamos… La plata salía de nuestros propios bolsillos. Por eso siempre nos hemos considerado soldados del cine de guerrilla, no porque este tipo de cine tenga que ver —necesariamente— con violencia ni porque hacemos películas de acción, sino porque tenemos esa pasión, esa ‘ideología’, que nos lleva a dar todo para hacer nuestras películas.

Por donde nosotros —Sacha Producciones— han pasado unas cien personas, pero al final hemos quedado solo unos pocos. Haciendo cine se sacrifica mucho. Algunos hemos perdido trabajos, plata, nuestras familias. Pero seguimos porque, como una vez leí, “el corazón tiene razones que la razón no entiende”. Darwin y Elías Zambrano, Javier Flecher, Nelson Solórzano, Horacio Saltos, Javier Pico, Morofilo Cedeño, Yuliana Marcillo, Carlos Narváez, Miller Vera, César Velásquez, Rangel García, Juan Endara, Hitler Corral, Othón Loor, han sido algunos de esos soldados. Con Nixon Chalacamá nos separamos definitivamente en el año 2000, porque teníamos estilos diferentes de hacer cine. Desde ahí cada cual hace lo suyo, pero nos apoyamos en lo que podemos.

En 2004 estrenamos Sicarios manabitas. Días después, la película se convirtió en un éxito para los que la piratearon —se calcula que se vendieron alrededor de 1,2 millones de copias de manera informal en el país—. Un día estaba en El Carmen y un vendedor que había hecho un tráiler de la película lo pasaba en una pantalla de su camioneta frente a mí. Y después de tanto trabajo —sin cosechar frutos— uno se siente decepcionado. Yo no quería saber nada del cine, y me retiré por un tiempo. Hasta que decidimos hacer El ángel de los sicarios (2013). Ahí invertimos 4.000 dólares, pero calculamos que si hubiésemos cobrado sueldos, si no hubiésemos pagado de nuestro bolsillo a veces el hotel y la comida, ni tenido el apoyo de la gente que nos prestó locaciones o que puso los vehículos y hasta la gasolina…, nos habría costado alrededor de 92.000.

En el rodaje de esa película tuvimos seis heridos. Lo peor fue cuando a un compañero se le fue un carro encima y se dañó la tibia y el peroné, pero seguimos. Recuerdo que el abogado que se rompió la pierna me mandó un recado desde el hospital: díganle a Fernando que bajo ningún concepto la película debe pararse, y los demás compañeros cuando salían lastimados me decían: ahora menos que nunca podemos parar, por el abogado. Cuando El ángel de los sicarios estaba lista, salimos a venderla a las calles. Llegábamos a los pueblos en carro, con una torre para quemar discos. Vendíamos la película por el día y quemábamos los discos en la noche. Así vendimos 35.000 copias, pero también supimos de muchos piratas que se tomaron el nombre del actor principal y la comercializaban por todo el país.

Sobre el contenido de mis películas me han dicho de todo. En Nueva York, un hombre me dijo, después de ver El ángel de los sicarios, que si eso había hecho con 4.000 dólares, no imagina lo que haría con un millón en mis manos. Pero también me han dado palo duro y feo, una vez en Cuenca, una señora me tachó de sexista, machista, violento, y hasta lo hizo público en la prensa. Y Mariana Andrade, quien con Miguel Alvear han sido los pilares fundamentales para visibilizar que en el Ecuador también hay otro cine —que se hace casi sin recursos y no se pasa en salas comerciales—, ha sido muy frontal en decirme: a mí no me gusta tu cine, pero me encanta la berraquera que le metes al proceso.

Después de veintiún años de hacer películas, yo siempre digo que nosotros hemos aprendido sobre todo de los errores. Pero también sé que si no hubiésemos empezado como lo hicimos, si no hubiésemos seguido con nuestra pasión y si no hubiéramos pasado —incluso— esa decepción con Sicarios manabitas, nunca hubiésemos llegado a hacer El ángel de los sicarios (Mejor producción para soporte físico en los Premios Colibrí), y usted, tal vez ahora no estaría haciéndome esta entrevista.

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